La República Dominicana celebra con orgullo sus cifras récord en turismo. En 2024 recibimos más de 11 millones de visitantes: 9.5 millones por vía aérea y 2.6 millones por crucero. Hasta agosto de 2025 ya habían llegado más de 8 millones de turistas, asegurando otro año histórico. Estos números nos consolidan como líderes del Caribe y se presentan como un triunfo de la política nacional. Sin embargo, tras el brillo de las estadísticas emerge una contradicción estructural: el turismo crece, pero no de forma equilibrada, sostenible ni territorialmente justa. El éxito macroeconómico no siempre se traduce en bienestar local ni en beneficios tangibles para las comunidades que aportan sus ríos, montañas, historia y trabajo a la experiencia turística.
Pese a su rol fundamental, los municipios y distritos municipales siguen relegados a observadores. El Ministerio de Turismo mantiene un modelo centralizado donde las delegaciones provinciales funcionan más como vocerías que como unidades con capacidad operativa, presupuestaria y de toma de decisiones. Sus titulares ostentan autoridad formal, pero carecen de competencias reales para coordinar, ejecutar o priorizar proyectos locales. Esta brecha institucional genera distanciamiento entre Estado central y territorio, crea duplicidad de esfuerzos y, sobre todo, provoca pérdida de oportunidades. ¿Cómo construir turismo sostenible si los territorios no poseen voz, herramientas ni recursos para gestionar sus propios atractivos?
La desigualdad territorial en la inversión lo confirma. Aunque el país canaliza grandes fondos hacia infraestructura turística, la distribución es profundamente asimétrica. Más del 50% de los visitantes internacionales llegan por Punta Cana, y es allí donde se concentra la mayor parte de las inversiones públicas y privadas. En contraste, territorios como Constanza, Jarabacoa, Baní o Montecristi reciben montos mínimos, pese a poseer activos naturales capaces de diversificar la oferta nacional. Esta desigualdad alimenta tensiones silenciosas y fortalece la percepción de que el turismo, tal como se ejecuta hoy, está diseñado para beneficiar a unos pocos polos, no a toda la nación.
A esta realidad se suma un punto clave, poco conocido para la mayoría de la población y para muchos gobiernos locales: el verdadero equilibrio del turismo dominicano está fuertemente influenciado por CONFOTUR, el Consejo de Fomento Turístico creado mediante la Ley 158-01. Aunque se promociona como un mecanismo para estimular la inversión, en la práctica es una estructura altamente burocrática, técnica y cerrada, donde solo ciertos actores —grandes cadenas hoteleras y grupos con capacidad económica y legal significativa— pueden participar con éxito. Los incentivos que otorga CONFOTUR, como exenciones del 100% del ISR, IPI, ITBIS e impuestos de transferencia por hasta diez años, representan un privilegio extraordinario al cual la mayoría del sector turismo no accede.
El ciudadano común, el empresario local, el pequeño hotel, el restaurante familiar, el guía comunitario y la MIPYME de turismo rural desconocen cómo funciona CONFOTUR porque el proceso para calificar es, en esencia, un circuito de élite: expedientes complejos, costos elevados, asesorías especializadas y tiempos prolongados que las comunidades no pueden enfrentar. La ley, que en teoría es inclusiva, termina siendo una puerta estrecha donde solo pasan quienes poseen los recursos para navegar esa burocracia especializada. Esta desigualdad normativa fortalece un modelo excluyente: los grandes operadores reciben subsidios fiscales masivos, mientras los pequeños —quienes son la esencia del turismo auténtico dominicano— avanzan sin apoyo estatal.
El fideicomiso del megaproyecto de Cabo Rojo en Pedernales demuestra que el Estado dominicano tiene creatividad y músculo financiero para estructurar modelos innovadores. La pregunta técnica es inevitable: si existe capacidad para movilizar cientos de millones, ¿por qué no replicar esa visión en proyectos comunitarios que requieren apenas una fracción? Un sendero ecológico, un parador, una caseta artesanal o un centro cultural no necesitan cifras millonarias, pero sí planificación, asistencia técnica y apoyo interinstitucional. No hacerlo condena a muchas comunidades a ver pasar la riqueza turística sin integrarse a ella.
A esto se suma un problema estructural grave: la ausencia de mantenimiento de las infraestructuras turísticas. El país invierte en carreteras, muelles, corredores y paseos, pero al cabo de tres o cuatro años muchas obras presentan deterioro por falta de un esquema de conservación. La carretera Aguas Blancas–Constanza es ejemplo reciente. Construida con más de 400 millones de pesos, es vital para un atractivo natural emblemático; sin embargo, el distrito de La Sabina no recibe presupuesto ni equipos para su mantenimiento. ¿Seguiremos permitiendo que la infraestructura se deteriore hasta requerir nuevas licitaciones más costosas que la conservación preventiva?
La historia se repite en muelles con grietas prematuras, corredores urbanos que pierden funcionalidad y paseos turísticos sin un comité de seguimiento. Se construye, se inaugura y se celebra, pero la sostenibilidad no aparece en ningún punto del ciclo. Y cuando las comunidades intentan asumir el cuidado, encuentran trabas del propio Estado, que en ocasiones no solo retira la responsabilidad, sino que cobra por el uso de instalaciones cuya conservación nunca garantizó. El resultado es una cadena de inversiones de alto costo con beneficios de corto plazo y un retorno limitado para la población local.
El problema no es únicamente la inversión insuficiente o mal distribuida, sino la falta de planificación integral. A menudo se habilita un tramo de carretera sin prever zonas de descanso, áreas de comercio comunitario o espacios seguros de estacionamiento. Se construye un muelle sin un plan de mantenimiento. Se crea un corredor sin definir su modelo de financiamiento futuro. Estas soluciones parciales, lejos de resolver problemas, crean otros que emergen a corto plazo.
El marco legal dominicano ofrece herramientas para corregir estos vacíos. La Ley 176-07 consagra la autonomía municipal y atribuye a los ayuntamientos roles clave en el desarrollo económico y cultural. La Ley 368-22 de Ordenamiento Territorial y su Reglamento 396-25 obligan a planificar el uso del suelo bajo criterios de sostenibilidad, coordinación interinstitucional y corresponsabilidad. No existe vacío legal; existe un vacío de articulación, de voluntad y de reconocimiento del territorio como actor legítimo del desarrollo turístico.
La solución no está en frenar el crecimiento ni en desincentivar inversiones. Está en cambiar el modelo. El Ministerio de Turismo debe integrar los Planes de Desarrollo Turístico Local en su Plan Operativo Anual, garantizando partidas presupuestarias por territorio. Las delegaciones provinciales deben transformarse en unidades operativas con metas claras, presupuesto propio y autonomía técnica. Los incentivos fiscales deben abrirse mediante una vía simplificada para MIPYMES y proyectos comunitarios, con tutoría estatal para que puedan acceder en igualdad de condiciones. Asimismo, todo proyecto de infraestructura turística debe incluir desde su diseño un plan de mantenimiento compartido entre el ministerio y los gobiernos locales, con indicadores, presupuesto anual y mecanismos de fiscalización.
A ello se suma una pregunta que el país aún no se hace con suficiente profundidad: de los millones de turistas que nos visitan, cuántos desean regresar? Un destino sostenible no se mide únicamente en llegadas, sino en retorno. La fidelidad turística es la evidencia más clara de experiencia positiva, seguridad, conservación del entorno y equilibrio territorial. Si no medimos ese indicador, nos conformamos con el volumen, pero desconocemos la calidad del destino.
Más allá de lo técnico, la República Dominicana necesita un cambio cultural. El turismo no es solo un número en un informe ni un hotel de lujo. El turismo es la carretera segura, el parador limpio, el guía local bien formado, la casita de artesanía viva, el mercado comunitario con frutas frescas y la historia contada por quienes pertenecen al territorio. Eso es lo que diferencia destinos auténticos de enclaves artificiales.
Al final, la verdadera pregunta es simple pero decisiva: ¿queremos un turismo que se mida únicamente en divisas o uno que deje beneficios sostenibles en cada comunidad? Si seguimos celebrando éxitos estadísticos sin integrar a los territorios, la desigualdad crecerá y la sostenibilidad será una promesa vacía. Pero si apostamos a un modelo inclusivo, descentralizado, con mantenimiento garantizado, democratización de incentivos y equilibrio territorial, entonces el turismo podrá convertirse en la mayor palanca de desarrollo equitativo del país.
El turismo dominicano no será sostenible mientras los pueblos que lo sostienen permanezcan fuera de la mesa de decisiones. Ha llegado el momento de un pacto nacional donde lo local tenga voz, presupuesto y responsabilidad compartida. El verdadero récord no es cuántos nos visitan, sino cuántos desean volver y cuántas comunidades mejoran su calidad de vida gracias al turismo.
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Colección: Territorio y Nación – Ensayos sobre Desarrollo Municipal, Político y Social.
