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Cuando el tiempo reclama su espacio y el Parque Anacaona despierta

“Entre el ruido de las críticas y el silencio del abandono, el tiempo pide su turno.”

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Hay lugares que envejecen con dignidad y silencio, como si esperaran pacientemente que alguien los mirara otra vez. El Parque Anacaona es uno de ellos. Durante más de tres décadas ha sido testigo del paso de generaciones, del ruido y del olvido, del amor y del descuido. Fue el corazón de Constanza cuando la ciudad respiraba más despacio y los encuentros eran sencillos, pero el tiempo —ese arquitecto implacable— siguió su curso, y con él llegaron los años en que el parque dejó de ser prioridad, dejó de ser sueño y se volvió costumbre.

Durante todo ese tiempo nadie lo defendió del deterioro, nadie levantó la voz por su rescate. Sin embargo, ahora que se intenta devolverle vida, surgen voces que claman que no debe tocarse, que todo debe permanecer igual, como si el polvo fuera una reliquia. Pero, ¿se ama de verdad un lugar cuando solo se le recuerda el día en que alguien intenta salvarlo?

No hay nada más curioso que ver cómo los silencios de ayer se transforman en gritos de ahora. Muchos de los que hoy se oponen no alzaron ni una ceja cuando los espejos de agua se secaron, cuando los bancos se oxidaron, cuando los adoquines se levantaron por las raíces de los árboles sin cuidado o cuando la hierba reemplazó los caminos. En aquel entonces la indiferencia era cómoda: “eso le corresponde al Ayuntamiento”. Pero cuando el Ayuntamiento, después de años de solicitudes, consigue el respaldo del Ministerio de Turismo para remozarlo, aparecen los expertos de ocasión, los guardianes tardíos de la memoria. Parece que lo que molesta no es el cambio, sino el hecho de que el cambio no pasó por sus manos.

Y, aun así, sería injusto hablar del Parque Anacaona sin rendir homenaje a quienes un día lo soñaron, lo diseñaron y lo construyeron. A esos hombres y mujeres que imaginaron un lugar distinto, que se atrevieron a levantarlo cuando pocos creían posible, y que con su esfuerzo le dieron forma a un espacio de más de cinco mil metros cuadrados que, desde entonces, se convirtió en punto de encuentro, inspiración y orgullo para Constanza. A ellos hay que agradecerles siempre, porque cuando la visión era escasa, ellos la tuvieron. Crearon belleza donde solo había tierra, y en su momento fueron la semilla de una Constanza moderna y viva.

Pero también hay que agradecerle al tiempo, que todo lo transforma. A la historia que avanza, que nos enseña que nada permanece igual sin morir en el intento. Los mismos principios de visión y valentía que tuvieron aquellos constructores son los que hoy impulsan a esta generación a mejorar, a modernizar, a reconstruir sin destruir. La historia no se borra al renovarse; se honra al continuarla.

El tiempo tiene derecho a renovar lo que el descuido envejeció. Nadie ha dicho que la historia se pierde porque se cambien unos adoquines o se tapen unos espejos de agua que nunca funcionaron. Un parque no deja de ser símbolo por cambiar su forma; pierde su valor cuando deja de tener sentido para la gente que lo rodea. Y ese sentido se había perdido hace mucho. Mantener lo insostenible no es respeto, es negación. Preservar el deterioro no es honrar la historia, es condenarla al olvido.

Curiosamente, el Parque Anacaona nunca fue declarado patrimonio. No existe resolución ni decreto que lo haya reconocido formalmente. Es decir, durante más de treinta años no fue lo suficientemente importante para formalizar su valor, pero ahora, cuando se intenta rescatarlo, se vuelve “intocable”. Esa contradicción es el reflejo de un mal mayor: queremos que todo cambie sin que nada se mueva, que todo mejore sin que nada se toque.

Es fácil criticar desde la comodidad de una esquina o de un teclado. Pero el verdadero compromiso no se demuestra con publicaciones ni con pancartas, sino con acción, con participación, con cuidado. ¿Dónde estaban esos defensores cuando los niños no tenían dónde jugar? ¿Dónde estaban cuando el parque se llenó de sombras y abandono? La memoria selectiva es una vieja costumbre nacional: olvidamos los años de silencio y dramatizamos los días de reconstrucción.

Muchos dicen que no se consultó, que no se les avisó, que el pueblo no fue informado. Pero eso, más que una denuncia, revela una costumbre social peligrosa: la de callar cuando sabemos que algo se está haciendo. Porque en realidad, casi siempre sabemos. Lo vemos, lo oímos, lo comentamos en voz baja, pero no actuamos. Y ese silencio cómplice es tan dañino como la indiferencia. No es falta de información, es falta de participación o de valentía para decir las cosas a tiempo. Por eso, más que criticar después, deberíamos aprender a hablar en el momento justo, cuando las decisiones todavía pueden moldearse. Es prudente y necesario que todos estemos atentos ante las obras, proyectos o iniciativas que se desarrollan en nuestro entorno, no para oponernos a todo, sino para acompañar, proponer, corregir o fortalecer lo que se hace. Es mejor una palabra a tiempo que mil reclamos cuando todo ya está firmado. La ciudadanía no se ejerce en la queja, sino en la presencia activa.

El parque no está muriendo, está despertando. Lo que algunos ven como pérdida, en realidad es renacimiento. Constanza no puede ser un museo del ayer; debe ser una ciudad viva, que evolucione sin miedo, que modernice sin olvidar. El cambio no borra la historia, la rescata del polvo.

El Parque Anacaona merece ser digno de su nombre: símbolo de fuerza, de evolución, de resistencia. Hoy, por fin, tiene la oportunidad de volver a brillar. No se trata de destruir, sino de devolverle vida. Quien ama su comunidad no se aferra al pasado como excusa; la cuida en el presente y la prepara para el futuro. Siempre cuidando el medio ambiente, protegiendo el entorno, pero mejorando lo que debe mejorarse y quitando lo que ya no sirve, aunque duela.

Porque al final, el verdadero problema no es que el parque se transforme, sino que nos cuesta aceptar que el tiempo también tiene derecho a hacerlo. Y el tiempo, como buen maestro, siempre vuelve a recordarnos una lección sencilla: cuidar también significa permitir que algo mejore. Que el Parque Anacaona vuelva a ser el corazón de Constanza dependerá, no de quienes más se quejan, sino de quienes decidan caminarlo con respeto cada día, como quien pisa un pedazo vivo de su propia historia.

Posdata:
Y quienes hoy tienen la responsabilidad de darle nueva vida al Parque Anacaona deben saber que muchos observan en silencio, pero no todos callan. Hay quienes saben objetar con respeto y conocen el valor del debido proceso. Porque cuidar un espacio público no solo es cuestión de estética o voluntad, sino también de transparencia, orden y compromiso con la historia que nos pertenece a todos.

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