Hay temas que revelan, con más honestidad que cualquier discurso, el estado real de una administración pública. La gestión de residuos es uno de ellos. No por la basura en sí, sino porque obliga a responder preguntas que muchas veces se evaden: quién planifica, quién cobra, con qué base se cobra, quién fiscaliza, en qué se invierte, quién rinde cuentas y, al final, quién asume el costo cuando el sistema falla.
En la República Dominicana, el marco jurídico que regula la gestión integral de residuos sólidos dejó claro hace tiempo que prevenir la contaminación y proteger el medio ambiente no es un gesto simbólico, sino un deber público frente a las presentes y futuras generaciones. Ese deber no se cumple con voluntad intermitente ni con discursos bien intencionados, sino con debido proceso en todas sus manifestaciones: planificación antes de ejecutar; reglas claras antes de cobrar; cobro sustentado en evidencia; fiscalización sin selectividad; inversión con trazabilidad; y rendición de cuentas que se pueda verificar, no solo prometer. Esa es la diferencia entre un municipio que “resuelve” y uno que gobierna.
También es justo reconocer que no todo parte de cero. Existen avances y experiencias que han demostrado que el cambio es posible cuando se trabaja con método y coordinación institucional. La propia evolución del sistema ha permitido cerrar vertederos a cielo abierto y mejorar infraestructuras de disposición final en distintos territorios, aunque persistan brechas importantes de implementación. A esto se suman experiencias de fortalecimiento institucional que han dejado lecciones prácticas valiosas, como el proyecto FOCIGIRS (Fase II) dentro del PROGIRS, con el acompañamiento de JICA, donde la planificación, la disciplina operativa, la participación comunitaria y la articulación interinstitucional demostraron que la gestión puede mejorar cuando se hace de manera organizada. El problema no ha sido la falta de soluciones, sino la incapacidad histórica de estandarizar lo que funciona y sostenerlo en el tiempo.
El mayor punto de fricción con la ciudadanía no es técnico, sino conceptual, y conviene decirlo sin rodeos: pagar por el servicio no es pagar impuestos. El servicio de recolección y manejo de residuos no constituye un impuesto general; es una tasa o arbitrio municipal, es decir, un pago por un servicio específico, medible y exigible. Esa distinción no es semántica: es la base de la legitimidad del cobro. Cuando el pago se percibe como impuesto encubierto, la resistencia social es inmediata; cuando se entiende como tasa por un servicio real, la relación cambia.
Precisamente por eso el sistema exige que las tasas por recolección y transporte se definan mediante fórmulas sustentadas en estudios y análisis de costos directos e indirectos, organizados por fases del servicio. No se trata de improvisar montos ni de heredar tarifas por costumbre, sino de demostrar cuánto cuesta prestar el servicio y por qué se cobra lo que se cobra. La consulta técnica institucional y el respaldo en ordenanzas municipales no son obstáculos burocráticos, sino garantías mínimas de legalidad y transparencia. Cuando un municipio cobra sin costos, sin ordenanza clara y sin servicio verificable, el cobro se vuelve frágil y socialmente impugnable. Cuando cobra con base técnica, reglas públicas y resultados visibles, el cobro se vuelve defendible.
Aquí es donde entra el instrumento que convierte el marco legal en método de gobierno: el Plan Municipal de Gestión Integral de Residuos Sólidos (PMGIR). El PMGIR no es un documento decorativo ni un requisito para archivo; es la columna vertebral de la gestión local de residuos. Es donde se define cuánto se genera, dónde se genera, cómo se recoge, cuánto cuesta, qué infraestructura se necesita, cómo se organiza la frecuencia del servicio, cómo se justifica la tasa y cómo se mide el desempeño. Un ayuntamiento que opera sin PMGIR opera sin mapa, y cuando no hay mapa, lo que hay es improvisación.
El rol de los gobiernos locales está claramente delineado y no admite atajos. Les corresponde aprobar ordenanzas coherentes con el marco normativo vigente, garantizar servicios periódicos y eficientes, promover la recolección selectiva, impulsar centros de recuperación y valorización, verificar el cumplimiento de las reglas y aplicar sanciones cuando corresponda. En el plano financiero, deben fijar tasas con base técnica, establecer sistemas formales de cobro y destinar esos ingresos exclusivamente a la operación y fortalecimiento del servicio. Cuando el servicio se presta a través de terceros, la responsabilidad no se delega: el municipio debe licenciar, supervisar, monitorear, evaluar y sancionar. Privatizar la operación no significa privatizar la obligación pública.
Las empresas y comercios, por su parte, también forman parte del engranaje. Como generadores de residuos urbanos, deben cumplir con las medidas de reducción y separación, acatar las ordenanzas municipales y pagar el servicio cuando este se presta bajo el esquema local. Lejos de ser una carga injusta, este ordenamiento beneficia al sector formal: reduce informalidad, elimina competencia desleal y crea un entorno territorial más estable y predecible. Un municipio con reglas claras no ahuyenta la inversión; la protege.
No todos los territorios producen la misma cantidad ni el mismo tipo de residuos. Existen zonas con alta densidad, turismo, comercio o dinámicas productivas que elevan el volumen y cambian la composición. Por eso el PMGIR no puede ser una plantilla genérica y la solución no puede ser cada municipio por su lado. La articulación mediante mancomunidades y acuerdos intermunicipales permite generar economías de escala, reducir impactos ambientales y optimizar recursos. Los residuos no respetan límites administrativos, y la sostenibilidad tampoco debería hacerlo.
En el componente financiero nacional, el sistema incorpora mecanismos para sostener la operación, cerrar vertederos, mejorar infraestructura y fortalecer capacidades, incluyendo contribuciones obligatorias y un esquema fiduciario con reglas de gobernanza. Para los gobiernos locales, esto se traduce además en recursos dirigidos por habitante, con destino exclusivo al servicio o a la adquisición de equipos y maquinarias. Esa asignación representa una oportunidad, pero también una prueba: sin planificación y control, el dinero reproduce los mismos problemas; con método, puede transformar el servicio.
Y aquí conviene decirlo con una dosis de realidad: esos 20 pesos por habitante no deberían ser impedimento para hacer lo correcto, pero tampoco deben convertirse en una tentación para cobrar por algo que no se ofrece. Veinte pesos no son el milagro de la limpieza. El verdadero “milagro” es el debido proceso: planificación seria, control efectivo, reinversión con destino claro, fiscalización objetiva y transparencia que se pueda demostrar. El método pone un límite ético innegociable: no se cobra lo que no se presta, y no se presta con dignidad lo que no se planifica.
Al final, el debate no es si se debe cobrar o no. El debate es si se gobierna o se improvisa. Cuando la cadena se cumple —plan, ordenanza, costo, tasa, servicio, control y rendición de cuentas— el sistema funciona, la ciudadanía entiende y el territorio mejora. Cuando se rompe, el municipio pierde legitimidad, la gente se resiste y el costo se paga en contaminación, salud y desconfianza. La diferencia no está en la ley; está en cómo se administra.
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