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El Querer como el Hacer deben ir de la Mano

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Hay pueblos que cargan sobre sus hombros siglos de historia, montañas de esperanza y valles fértiles de sueños. Pueblos que, con esfuerzo, han comenzado a renacer, a levantar cabeza, a creerse capaces de escribir su propio destino. Pero en ese proceso también emergen sus sombras: las figuras que prometen mucho y hacen poco; las voces que resuenan en cada esquina, pero no resuelven en ninguna.

Porque una comunidad no se construye con discursos, ni se transforma con declaraciones de prensa. No basta con querer el bien común desde la comodidad de una silla. No se dirige un pueblo con palabras bien hiladas ni con frases de indignación vacía. El querer, por sí solo, es como una vela apagada en medio de la tormenta: no alumbra, no orienta, no sirve de guía.

El querer necesita del hacer. Necesita del compromiso, del trabajo compartido, de la humildad para saber cuándo un líder debe liderar y cuándo debe dejarse acompañar. Hay alcaldes que hablan tanto que no escuchan, que convocan sin consultar, que denuncian sin tener la responsabilidad directa, y que participan en todo… menos en lo que realmente deben resolver.

Cuando un alcalde prefiere figurar antes que servir, el pueblo lo nota. Cuando hace reuniones sin tener la autorización o coordinación de las instancias correspondientes, y luego se molesta porque se le corrige, el pueblo lo percibe. Cuando rechaza la ayuda sincera de quienes quieren colaborar alegando razones fuera de lugar o procedimientos malinterpretados, también se siente. Y esa desconfianza constante, esa actitud de «todo lo que no controlo me amenaza», termina ahogando hasta los brotes más sanos del desarrollo comunitario.

Un liderazgo local que busca asesoría fuera sin antes consultar con su propia comunidad demuestra desconexión. No es incorrecto recibir ideas externas, lo que es preocupante es cuando se ignoran las voces del barrio, del campo, del consejo comunitario, de las juntas de vecinos, de quienes sí conocen la realidad desde el polvo de los caminos.

El buen gobernante no necesita ser vocero de cada causa ajena, porque ya tiene bastante con las que le son propias. No puede hablar de todo, mientras calla lo que realmente le corresponde. No puede ser experto en distracciones mientras la ciudad clama por soluciones. No puede estar más ocupado en aparentar que en resolver.

Es fácil llenar las redes de denuncias, de notas de prensa, de frases rimbombantes y publicaciones que parecen redactadas por poetas. Pero es más difícil pararse frente a su pueblo, aceptar errores, escuchar reclamos legítimos, y actuar con valentía sin escudos mediáticos. Y eso, lamentablemente, no todos están dispuestos a hacer.

Hay quienes, incluso, han logrado que su figura se convierta en el mayor obstáculo del desarrollo del pueblo que juraron servir. Porque cuando desde la alcaldía se pone en duda cada proyecto, se frena cada propuesta, se rechaza cada colaboración por el simple hecho de no haber sido propuesta desde adentro, lo que se está construyendo no es gobernanza, sino un muro invisible que impide avanzar.

Y mientras eso pasa, la ciudad sigue esperando. Las lluvias no cesan. Los caminos se deterioran. Las oportunidades pasan de largo. La arena se mantiene firme en su lugar, pero las palabras del líder se han ido deshaciendo con el tiempo, con la contradicción, con la falta de coherencia. Porque una comunidad puede perdonar errores, pero difícilmente olvida la falta de voluntad para corregirlos.

Un alcalde no puede comportarse como un niño al que se le quita un juguete compartido. La alcaldía no es un capricho, es una responsabilidad. La ciudadanía no es un público pasivo, es parte activa del proceso. Y cuando el pueblo se siente fuera del gobierno local, lo que hay no es una gestión, sino un monólogo de poder.

Es momento de reflexionar. De madurar las ideas. De dejar de mirar al otro como enemigo y comenzar a vernos como aliados de un mismo propósito. Porque la comunidad no pertenece a una sola persona, ni a un solo partido, ni a un solo apellido. La comunidad es de todos, y su bienestar también lo es.

El buen líder no se molesta por no haber sido quien tuvo la idea. La mejora no necesita autoría, necesita voluntad. El buen líder no silencia la verdad ni esconde los errores; al contrario, los enfrenta, aprende y sigue. No se rodea solo de quienes aplauden, sino también de quienes cuestionan con respeto y sentido común. El buen líder no apuñala con la espalda, ni obstaculiza con el silencio. Se sienta, planifica, escucha, dialoga, y ejecuta.

Porque gobernar no es un acto de superioridad, sino un gesto de servicio. Y en esa mesa de servicio, el querer y el hacer no pueden ir separados. Tienen que caminar juntos, paso a paso, proyecto a proyecto, escucha a escucha.

Y si alguna vez sentimos que la autoridad no lo entiende, sigamos siendo nosotros los sembradores de luz. Porque la esperanza, aunque a veces tropiece, también aprende a levantarse.

Que este artículo no sea una crítica, sino una puerta abierta a la reflexión. Porque liderar no es tener siempre la razón, sino tener siempre la disposición de servir con el corazón. El pueblo no necesita héroes, necesita responsables. No espera perfección, espera coherencia. 


Y como decía John C. Maxwell:
“Un líder es aquel que conoce el camino, anda el camino y muestra el camino”


P. D.:  «Somos Todos»

 

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