Inicio Actualidad Reflexión: «No mires nuestros pecados, sino la fe de nuestra Iglesia»

Reflexión: «No mires nuestros pecados, sino la fe de nuestra Iglesia»

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Al elevar esta súplica ante el Señor, reconocemos una profunda verdad espiritual: mientras nuestra humanidad está marcada por limitaciones y faltas, la Iglesia como Cuerpo de Cristo trasciende las fragilidades individuales. Esta invocación, arraigada en la tradición litúrgica, no busca minimizar la responsabilidad personal, sino destacar el misterio de la comunión de los santos, donde la fe colectiva sostiene lo que la debilidad humana no puede alcanzar por sí sola.

La Iglesia peregrina, como nos recuerda el Concilio Vaticano II, es «santa y al mismo tiempo necesitada de purificación» (Lumen Gentium, 8). Esta aparente paradoja revela la dinámica de la gracia: Dios ha querido depositar su tesoro en vasijas de barro (2 Cor 4:7). Cuando pedimos que mire la fe de la Iglesia antes que nuestros pecados, confesamos que pertenecemos a una realidad mayor que nosotros mismos – a esa Esposa sin mancha que Cristo redimió con su sangre (Ef 5:27).

Esta perspectiva transforma nuestra manera de vivir la fe. Ya no nos encerramos en el examen obsesivo de nuestras caídas, sino que nos abrimos a la fuerza sanadora de la Eucaristía, donde la Iglesia entera se ofrece al Padre. Como enseñaban los Padres de la Iglesia, cuando el sacerdote eleva la hostia, lleva consigo no solo el pan consagrado, sino las alegrías y dolores de todo el Pueblo de Dios.

En la práctica pastoral, esta convicción nos libera de dos extremos: el perfeccionismo que paraliza y la complacencia que relaja. Nos invita a ser realistas sobre el pecado, pero más esperanzados aún sobre el poder de la gracia que actúa a través de los sacramentos, la Palabra y la caridad comunitaria. La historia muestra cómo santos como Pedro, Agustín o María Magdalena experimentaron que la mirada misericordiosa de Cristo veía más allá de sus faltas la fe que late en el corazón de su Iglesia.

Hoy, cuando nuestra sociedad tiende a juzgar a la Iglesia solo por sus escándalos, esta oración nos recuerda que su esencia no está en lo que fallamos en reflejar, sino en lo que fielmente custodiamos: el depósito de la fe, la sucesión apostólica, los medios de salvación. Como escribió Henri de Lubac: «La Iglesia no es santa porque sus miembros lo sean, sino porque hace santos a sus miembros».

Terminemos haciendo nuestra esta plegaria con la confianza de que, al unirnos a la fe de la Iglesia militante, nos conectamos también con la alabanza perpetua de la Iglesia triunfante. Que María, Madre de la Iglesia, nos enseñe a vivir esta tensión creativa entre humilde reconocimiento de nuestras caídas y gozosa certeza de que pertenecemos a la familia que Dios mismo se eligió.

«Ahora pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu» (Romanos 8:1).

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