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Liderar con los Pies en la Comunidad y la Cabeza en la Ley

Una reflexión educativa sobre el verdadero rol de las autoridades municipales y la necesidad de ejercer el poder con legalidad, cercanía y responsabilidad institucional

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Hablar de liderazgo municipal hoy en día es abrir la puerta a una conversación necesaria sobre cómo se gobierna desde lo local y con qué nivel de conciencia se ejerce ese poder delegado por el pueblo. La figura del alcalde y del regidor, lejos de limitarse a una representación política o de poder, debe concebirse como una oportunidad real de transformar comunidades, impulsar soluciones, y sobre todo, recuperar la confianza de una ciudadanía cada vez más exigente, vigilante e informada.

En muchos municipios, lo que hace falta no es más presupuesto, sino liderazgo comprometido, humano, jurídicamente consciente y políticamente sensato. Un liderazgo que no se encierra en oficinas climatizadas, ni se reduce a dar discursos en actividades, sino que sale a las calles, conoce los territorios, identifica los problemas, construye consensos y respeta los límites legales y éticos de su función.

El liderazgo que transforma no es el que solo responde a lo urgente, sino el que construye visión de largo plazo y deja huellas. Todos conocemos ejemplos donde se inauguran obras sin planificación, se hacen inversiones donde hay cámaras y no donde hay necesidad, o se toman decisiones improvisadas que luego resultan más costosas de corregir que de prevenir. Pero también conocemos lo contrario: líderes que priorizan las obras comunitarias de alto impacto social aunque no generen titulares mediáticos, que reorganizan presupuestos con base en diagnósticos técnicos y que no toman una sola decisión sin consultar el marco normativo que les rige.

En la República Dominicana, el marco de actuación del liderazgo municipal no es difuso ni abstracto. La Ley 176-07 sobre el Distrito Nacional y los Municipios establece de forma clara las competencias, atribuciones, procedimientos y principios que deben guiar la actuación de las autoridades locales. A ello se suman leyes complementarias como la Ley 368-22 sobre Ordenamiento Territorial, la Ley 41-08 de Función Pública, la Ley 107-13 sobre procedimientos administrativos, o la propia Ley de Compras y Contrataciones 340-06. Es decir, el ordenamiento jurídico dominicano ofrece una base robusta para gobernar con eficacia, equidad y legalidad.

El problema, en muchos casos, no es la falta de ley, sino la falta de conocimiento, voluntad o disciplina para aplicar lo que la ley establece. Hay regidores que ignoran sus funciones deliberativas y se limitan a hacer favores personales. Hay alcaldes que actúan como si fueran presidentes, sin entender que su poder es colegiado, limitado y sujeto a control. Hay técnicos que renuncian a sus criterios profesionales para no incomodar a la autoridad de turno. Y hay comunidades que, por desinformación o cansancio, han dejado de fiscalizar a sus representantes.

En este contexto, liderar con la cabeza en la ley no solo garantiza que se eviten errores, sino que fortalece la institucionalidad, genera transparencia y crea una cultura de legalidad que trasciende la figura de quien gobierna. La institucionalidad es más que oficinas y sellos: es una forma de pensar y actuar con coherencia, respeto a las normas y previsión de consecuencias. Y eso solo se logra cuando los liderazgos comprenden que el municipio no es una empresa privada ni una finca personal.

Liderar con los pies en la comunidad, por otro lado, significa estar en contacto directo con la realidad del pueblo: caminar los barrios sin cámaras, sentarse con los comunitarios sin apuros, escuchar más que hablar, e involucrarse en la vida cotidiana de la gente sin filtros. Esa cercanía no debe confundirse con populismo, sino entenderse como una expresión genuina de compromiso social. Es en ese diálogo cercano donde se gestan las verdaderas políticas públicas, se identifican prioridades, se validan los planes de desarrollo municipal y se evita caer en el error de gobernar desde la distancia o el prejuicio.

Cuando este enfoque comunitario se alinea con el cumplimiento de la ley, el impacto es doble: se fortalece la gestión y se empodera la ciudadanía. Porque una comunidad que se siente escuchada también se siente parte, y cuando se siente parte, también asume su rol de corresponsabilidad. No es lo mismo criticar desde fuera que construir desde dentro. Un liderazgo verdaderamente transformador sabe que el desarrollo local no se decreta desde un escritorio: se construye con voluntad política, planificación técnica y diálogo permanente.

Esto se evidencia en muchos municipios donde la participación ciudadana ha sido clave para la ejecución de presupuestos participativos, la recuperación de espacios públicos, el fortalecimiento de juntas de vecinos, o la implementación de programas de reciclaje, deporte o seguridad. Comunidades involucradas desde el principio se convierten en aliadas del cambio. Comunidades ignoradas se convierten en fuentes de resistencia, apatía o conflicto.

Y cuando hablamos de participación, no nos referimos solo a abrir un micrófono en una asamblea o a realizar consultas simbólicas. Participar es garantizar mecanismos reales de consulta, seguimiento y evaluación. Es cumplir con lo que se acuerda y rendir cuentas sin esperar presiones. Es dejar constancia de que cada peso invertido responde a una necesidad real y que cada proyecto ejecutado fue previamente validado con la comunidad.

La ciudadanía sabe cuándo un líder es auténtico: lo percibe en cómo se prioriza el gasto, en si se cumplen los procesos, en si hay respeto al reglamento y transparencia en cada paso. El liderazgo municipal debe volver a ganarse el respeto de la gente, no desde los discursos, sino desde los hechos. Porque gobernar no es hablar bonito, es actuar correctamente.

A esta altura, es fundamental reconocer el valor del equipo técnico y administrativo. Ninguna autoridad puede lograr resultados sostenibles si no está respaldada por un equipo profesional, motivado y competente. El fortalecimiento institucional no consiste únicamente en adquirir tecnología o construir oficinas, sino en invertir en el capital humano. Capacitar al personal, valorar la carrera administrativa, definir perfiles adecuados y crear condiciones laborales dignas es clave para una gestión municipal sólida y confiable.

La Ley de Función Pública, así como la Ley 41-08 y su reglamento, establecen las bases para una administración pública profesionalizada, basada en méritos, estabilidad y formación continua. Sin embargo, en la práctica, muchos municipios siguen siendo rehenes del clientelismo, la rotación constante de personal y la ausencia de perfiles mínimos para cargos técnicos. Eso debilita la institucionalidad, retrasa la gestión y frustra los procesos de mejora continua.

El liderazgo institucional no debe girar en torno a una sola figura. La tentación de centralizar decisiones puede parecer eficiente a corto plazo, pero es riesgosa y frágil. Las instituciones sólidas se construyen con normas claras, funciones bien definidas, procedimientos estables y equipos que operan más allá del protagonismo individual. Un municipio fuerte es aquel que mantiene su funcionamiento sin depender exclusivamente de quien esté en el cargo.

En esa línea, es urgente construir marcos normativos locales claros, actualizar los reglamentos internos del ayuntamiento, formalizar las comisiones de trabajo del Concejo de Regidores, y adoptar manuales de funciones, planificación estratégica y mecanismos de control interno. Muchas veces se habla de gobernabilidad, cuando lo que hace falta es gobernanza: es decir, estructuras funcionales, procesos abiertos, y canales de coordinación entre autoridades, ciudadanía y sociedad civil.

También es pertinente vincular todo este esfuerzo al marco de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), particularmente el ODS 11 (ciudades sostenibles) y el ODS 16 (instituciones eficaces y transparentes). No se puede construir una ciudad sostenible si su liderazgo es frágil, improvisado o personalista. Tampoco se puede hablar de paz y justicia si el gobierno local es opaco, arbitrario o ausente. La Agenda 2030 no es un asunto de diplomacia internacional: es una hoja de ruta que puede y debe aplicarse desde el territorio.

Finalmente, lo que la ciudadanía necesita no es un alcalde que lo haga todo, sino una estructura que funcione, una institución que responda, y una gestión que se mantenga más allá del calendario político. Es momento de dejar de ver el poder como privilegio, y comenzar a ejercerlo como un servicio público con responsabilidad, visión y transparencia. El municipio es la casa grande de todos, y gobernarlo con ética y legalidad no es una alternativa: es una obligación moral, jurídica y democrática.

Por eso, cuando decimos que hay que liderar con los pies en la comunidad y la cabeza en la ley, estamos hablando de una forma de ejercer el poder local que honra la confianza del pueblo, que transforma desde la cercanía, y que respeta la institucionalidad como el mejor camino para construir futuro. Ese liderazgo no necesita propaganda: se nota, se siente… y permanece.

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