La República Dominicana se encuentra en un momento decisivo para definir el futuro de su territorio. La promulgación de la Ley núm. 368-22 sobre Ordenamiento Territorial, Uso de Suelo y Asentamientos Humanos, junto con la reciente aprobación de su Reglamento de Aplicación, ofrece una oportunidad para ordenar el crecimiento urbano, proteger los suelos productivos y garantizar un desarrollo equilibrado y resiliente. Sin embargo, esta oportunidad no se materializará por sí sola; dependerá de nuestra capacidad para implementar la ley con claridad, voluntad política y participación ciudadana.
Es un error pensar que el ordenamiento territorial es asunto exclusivo de técnicos o autoridades. Cada persona, desde el lugar donde vive, trabaja o produce, es parte del engranaje que define cómo se usa el suelo. Las decisiones sobre dónde se construye una escuela, qué áreas se destinan a la agricultura o cómo se preserva una cuenca hidrográfica inciden directamente en la calidad de vida de todos. El presente es el momento para decidir qué país queremos habitar; aplazarlo significa hipotecar el futuro.
No obstante, la nueva ley convive con otras dos normativas que siguen vigentes: la Ley núm. 675-44 sobre Urbanización, Ornato Público y Construcciones, y la Ley núm. 687-82 sobre Clasificación de Suelos. Al no haber una derogación expresa, se mantiene un escenario de superposición normativa que genera ambigüedad y riesgos de conflictos de competencia. Esto es especialmente delicado porque la Constitución Dominicana, en su artículo 199, consagra la autonomía política, administrativa y financiera de los municipios, y el Tribunal Constitucional, en sentencias como la TC/226/14 y la TC/296/16, ha ratificado que el uso de suelo y las licencias de construcción son competencias exclusivas de los concejos de regidores. La Ley 368-22, sin embargo, otorga al Ministerio de Economía, Planificación y Desarrollo el rol de órgano rector, lo que crea una tensión jurídica que debe ser resuelta para evitar bloqueos y disputas.
El reglamento, por su parte, representa un avance en varios aspectos. Aporta definiciones más claras de los tipos de suelo, los instrumentos de planificación y los modelos de ocupación; reconoce el Plan Municipal de Ordenamiento Territorial (PMOT) como herramienta estratégica; y propone la coordinación multinivel entre planes nacionales, regionales y municipales. Sin embargo, carece de una guía metodológica detallada que permita a los municipios formular sus planes de manera uniforme y realista. Tampoco establece un cronograma escalonado para priorizar territorios con mayor presión urbanística o riesgo ambiental, ni define protocolos claros para la participación ciudadana, a pesar de mencionarla como principio rector. La ausencia de incentivos para el cumplimiento o sanciones por inacción aumenta el riesgo de una aplicación desigual, donde algunos municipios avancen y otros se queden rezagados.
Si de verdad queremos que la Ley 368-22 transforme la manera en que planificamos el país, necesitamos más que un marco legal. Se requiere un esfuerzo articulado que combine claridad normativa, recursos técnicos y compromiso político. Ello implica crear lineamientos metodológicos nacionales que guíen a todos los municipios, establecer mecanismos estables de financiamiento para asistencia técnica, armonizar la ley con las normativas previas mediante una cláusula de transición y garantizar espacios efectivos de consulta entre el Estado central, los gobiernos locales y la ciudadanía. Pero también supone un cambio cultural: que cada ciudadano comprenda que su entorno inmediato —la calle que transita, el mercado donde compra, el parque donde sus hijos juegan— es parte del ordenamiento territorial.
Las consecuencias de no actuar son tangibles: ciudades cada vez más congestionadas, campos que pierden capacidad productiva, infraestructuras mal ubicadas y un territorio vulnerable a desastres naturales. El costo de la improvisación lo pagamos todos, no solo en términos económicos, sino en calidad de vida. Por eso, el momento de asumir este compromiso es ahora. Ordenar el territorio no puede reducirse a un trámite administrativo ni depender únicamente de decisiones centralizadas; debe convertirse en una cultura compartida entre autoridades y ciudadanos, donde la autonomía municipal y la corresponsabilidad social sean pilares fundamentales.
En definitiva, la Ley 368-22 y su reglamento representan una oportunidad histórica para reorientar el desarrollo del país hacia un modelo más justo y sostenible. Pero si no la acompañamos con acciones concretas y decisiones valientes, será una norma más en el papel. No planificar hoy es condenar a nuestras ciudades y campos a vivir en el desorden, y el costo de ese desorden lo pagaremos todos, sin excepción.