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«Faros bajo sombra»

Historias invisibles de quienes sostienen el rumbo sin buscar protagonismo

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En cada rincón del mundo —desde la oficina más humilde de un pequeño pueblo hasta el despacho más elegante de un ministerio nacional— existen personas que sostienen, casi sin que nadie lo note, el peso real de una institución. No siempre son quienes aparecen en las fotos oficiales ni quienes encabezan los discursos, pero sin ellos, la maquinaria se detendría en cuestión de días. A esos hombres y mujeres les llamamos faros, porque iluminan el camino cuando todo está oscuro, porque su luz constante evita que el barco encalle y porque, incluso desde la distancia, siguen proyectando claridad y cuidando que todo funcione.

Muchos líderes, jefes y directores son personas de bien. Reconocen el valor de esos faros y saben —aunque no siempre lo expresen— que gran parte de los logros de su gestión dependen de esa luz discreta pero incansable. Quisieran reconocerlos más, brindarles mejores condiciones y asegurarse de que no se apaguen. Sin embargo, entre ellos y el faro suele levantarse un muro invisible: el círculo de quienes temen perder protagonismo si esa luz se vuelve demasiado intensa. Son aquellos que, con palabras suaves pero cargadas de veneno, se acercan al oído del jefe y dicen cosas como: “No lo dejes hablar mucho, sabe demasiado.” “Si lo dejamos crecer, después será un problema.” “Es mejor que crea que somos más que amigos, así trabaja contento.” “Su compromiso no es por salario, sino por lealtad; si se molesta, dale unos días y volverá a su rumbo.” “No lo involucres tanto, su nombre suena demasiado… y eso no nos conviene.”

El jefe, atrapado entre su buena intención y las advertencias interesadas de su círculo cercano, queda confundido. No porque no valore al faro, sino porque teme generar tensiones internas. Así, la persona que ilumina la ruta para todos termina relegada, sin crecer, sin poder aportar en decisiones clave y vigilada para que no brille más de lo “permitido”. Mientras tanto, el faro sigue cumpliendo su función. Incluso cuando no está físicamente presente, desde su hogar o desde un rincón lejano, continúa alumbrando. Detecta problemas antes de que aparezcan, encuentra soluciones en silencio, inspira a algunos y preocupa a otros sin proponérselo. Su voluntad es tan fuerte que, aun en el anonimato, provoca cambios que alteran el rumbo.

Lo que muchos no entienden es que los faros no buscan brillar para opacar a otros. No quieren poder por ambición personal ni pretenden robar méritos. Quieren servir mejor, dar dirección, evitar naufragios. Su luz no compite, complementa. No aplasta, sostiene. Y, sin embargo, lo más doloroso para muchos de estos faros no es la carga diaria ni la responsabilidad excesiva, sino ver cómo, al pedir una mejora o un reconocimiento justo, se diluye el mérito en el grupo para que no destaquen. O cómo, cuando se propone apartar a quienes solo figuran pero no aportan, se responde con evasivas para “mantener la unidad”, aunque esa unidad sea ficticia.

En instituciones de toda Latinoamérica, el Caribe y más allá, esta historia se repite. Sin importar el país, el idioma o el tipo de oficina, siempre hay faros que trabajan más de lo que su contrato exige, que sacrifican tiempo personal, que convierten el caos en orden, que ponen su creatividad al servicio de todos. Y muchas veces, el salario que reciben ni siquiera se acerca al valor real de lo que entregan. La paradoja es cruel: cuando uno de estos faros se apaga o decide irse, de inmediato aparece el presupuesto que antes “no existía” para reconocerlo. Surgen veinte o treinta veces más recursos para pagar a un reemplazo que ni conoce la ruta, pero que recibe alfombra roja. El problema es que la luz que se perdió no se compra: no estaba hecha de dinero, sino de compromiso, conocimiento y amor por lo que se hace.

El verdadero liderazgo exige más que buenas intenciones. Requiere valentía para atravesar el muro de quienes manipulan la información, para mirar más allá de las voces interesadas y reconocer a quien realmente hace que todo funcione. Exige decidir si la institución se construye sobre el mérito real o sobre la conveniencia política o personal. Y esta no es la voz de un solo trabajador. Es la voz de todos los faros dispersos por el mundo, que cada día se encienden al amanecer para guiar a sus barcos, aun sabiendo que hay quienes preferirían verlos apagados. Seguimos alumbrando porque creemos en la causa, porque no sabemos trabajar de otra manera y porque entendemos que nuestra luz no es solo nuestra: pertenece a todos los que dependen de que el barco no se hunda.

Pero también sabemos que un faro no puede encenderse para siempre sin mantenimiento, sin cuidado y sin respeto. Y si un día la luz se apaga, no será el faro quien pierda… será todo aquel que se acostumbró a navegar bajo su luz, pero nunca se detuvo a cuidarla. Un faro no pide, no mendiga, no recuerda favores para cobrar lealtades. Un faro no queda mal aunque deba sacrificar a su propia familia para cumplir con su misión. Un faro ilumina entre la neblina y las grandes olas. Y aunque muchos crean que navegar sin él puede ser fácil, cuando el faro se apaga, la ruta que dejó marcada sigue siendo el único camino seguro… hasta que la niebla borre sus huellas. Entonces, quienes lo ignoraron comprenderán —quizás demasiado tarde— que no era el faro quien los necesitaba a ellos… eran ellos quienes necesitaban su luz.

Y están los leales… esos que buscan la forma de ayudar, pero no pueden resolverle al faro, y terminan llevándolo todo a una palabra simple, pero con mucho peso para calmar las aguas: ‘Vamos a averiguar’.

Y tú… eres faro o parte del muro que intenta apagar su luz?

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