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SEMBRANDO RIQUEZA EN TIERRA INFORMAL

Cómo la falta de registros, la desorganización del Ministerio de Agricultura y las políticas mal dirigidas impiden transformar el potencial agrícola en desarrollo real.

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La agricultura dominicana ha sido históricamente la espina dorsal de la economía nacional, pero también la cara más visible de una informalidad que, en lugar de disminuir con el paso de los años, se ha consolidado como parte estructural del sistema productivo. Desde el auge del azúcar, el tabaco, el café y el cacao hasta la diversificación hacia frutas, vegetales y flores, la República Dominicana ha demostrado capacidad productiva y condiciones naturales excepcionales. Sin embargo, esa riqueza nunca ha estado acompañada de un proceso ordenado de registro, fiscalización y trazabilidad que permita darle un fundamento claro a las ganancias generadas y traducirlas en un desarrollo equitativo. Lo que ocurre es una paradoja: se produce mucho, se exporta cada vez más, se importan insumos esenciales, pero el nivel de organización estatal es débil y los beneficios colectivos terminan diluidos en un mar de informalidad.

El comercio internacional refleja con claridad esa contradicción. Por un lado, la República Dominicana se beneficia de exportaciones agrícolas importantes: el cacao fino de aroma, el banano orgánico, el aguacate, las frutas tropicales y los vegetales frescos han encontrado mercados exigentes en Europa y Estados Unidos. Esto ha generado divisas, empleo y una mayor visibilidad internacional. Sin embargo, esos mismos mercados demandan trazabilidad y certificaciones claras, lo cual obliga a los grandes exportadores a cumplir protocolos de registro, inocuidad y sostenibilidad que no necesariamente alcanzan a los pequeños productores que los suplen de manera indirecta. En otras palabras, la formalización en muchos casos ocurre solo para satisfacer requisitos externos y no como un mecanismo interno de ordenamiento nacional. Al mismo tiempo, el país importa una gran cantidad de insumos: fertilizantes, pesticidas, semillas híbridas y maquinarias, lo que demuestra una dependencia significativa de factores externos que encarecen la producción y limitan la autonomía agrícola. La balanza comercial agrícola, si bien presenta logros, también revela vulnerabilidades que se agravan en contextos de crisis internacionales como la pandemia o la guerra en Europa.

Otro factor que profundiza la informalidad es el uso masivo de mano de obra extranjera, principalmente haitiana. Los productores, en busca de abaratar costos, contratan trabajadores indocumentados y sin seguridad social, lo que genera una serie de contradicciones. Por un lado, la agricultura se sostiene gracias a esa fuerza laboral, ya que muchos dominicanos no aceptan los bajos salarios que se ofrecen en el campo. Por otro lado, esta práctica erosiona el marco legal y fomenta la evasión de derechos laborales básicos. En algunos casos, incluso, la contratación masiva de trabajadores extranjeros se justifica como “complementaria”, bajo el argumento de que suple un vacío que la mano de obra nacional no llena. Sin embargo, lo que debería ser una política clara y regulada, se convierte en un terreno gris donde predomina la informalidad, la explotación y la ausencia de control estatal. El resultado es que los productores se benefician, el Estado pierde ingresos por contribuciones y la formalización laboral queda en un segundo plano.

La crítica debe apuntar directamente a la institucionalidad. El Ministerio de Agricultura tiene políticas en papel que parecen claras: programas de registro, financiamiento, seguros y apoyo técnico. Pero en la práctica, carece de la organización, la articulación y la capacidad de ejecución necesarias para dar respuestas efectivas. Su papel, en lugar de ser el de un verdadero rector y defensor del sector agrícola, se ha limitado muchas veces a ser un intermediario de programas coyunturales, sujetos a la política partidaria del momento. No existe una estrategia nacional integral que vincule registro, financiamiento, exportación, importación, innovación y sostenibilidad en un mismo esquema, ni una descentralización suficiente que permita a los gobiernos locales participar activamente en la organización del campo.

Un ejemplo claro de esta debilidad es el modelo de préstamos. El Estado anuncia montos millonarios a través del Banco Agrícola, muchas veces a tasa cero o subsidiadas, pero sin un protocolo estandarizado de fiscalización. No se exige, por ejemplo, que el productor esté al día con sus impuestos o declaraciones fiscales para poder acceder al crédito. No se valida que el préstamo esté vinculado a un plan de inversión productiva verificable. Y, peor aún, esos créditos muchas veces terminan en manos de personas que no están directamente vinculadas a la producción agrícola, lo que desvía los recursos y alimenta la percepción de que las políticas internas sirven más a intereses particulares que al desarrollo colectivo. Un productor agrícola no debería estar obligado a endeudarse para poder sembrar, si el Estado le garantiza acceso a insumos subsidiados, asistencia técnica y mercados organizados; pero cuando los préstamos se convierten en el único mecanismo de “apoyo”, entonces la dependencia y la distorsión son inevitables.

A esto se suma el inevitable factor político. En el campo, como en otros sectores de la vida nacional, los que más rápido acceden a los beneficios estatales son los cercanos al partido de gobierno. Son ellos quienes logran primero las exoneraciones para importar maquinarias, los permisos más ágiles para exportar, los subsidios en fertilizantes o los préstamos blandos. En buen dominicano, siempre hay un “macuteo” que garantiza que los amigos del poder se monten primero en el tren de las oportunidades, mientras los verdaderos campesinos, los que labran la tierra con las manos encallecidas y el sudor del sacrificio, quedan a la espera. Esos productores auténticos suelen sobreendeudarse, malvender su producción a intermediarios y no recibir la asistencia que tanto necesitan. En consecuencia, el modelo agrícola, en lugar de ser un instrumento de equidad, termina siendo un mecanismo que reproduce desigualdades: unos pocos privilegiados acaparan las ventajas, mientras la mayoría trabaja duro sin ver mejoras en sus condiciones de vida.

La falta de transparencia, de regulación efectiva y de un seguimiento real sobre la producción agrícola dominicana ha generado un terreno fértil no solo para la evasión fiscal, sino también para la utilización del sector como posible vía de lavado de activos. La agricultura, al manejar grandes volúmenes de efectivo, al contar con un sistema débil de registros y al mantener prácticas informales tanto en producción como en comercialización, se convierte en un espacio vulnerable donde capitales de origen dudoso pueden “blanquearse” bajo la apariencia de ventas agrícolas. De hecho, en la práctica, es mucho más sencillo justificar movimientos millonarios de dinero señalando ventas de cosechas —aunque estas nunca se hayan producido realmente— que a través de otros sectores más vigilados. Lo alarmante es que, pese a este riesgo, en el país son muy pocos los casos en que la Procuraduría Especializada en Lavado de Activos ha llevado a prisión a productores o empresarios del campo bajo esta acusación, lo que refleja la débil supervisión histórica en torno a este tema.

Sin embargo, el ambiente que se perfila en los próximos años es diferente. La Ley 155-17 contra el Lavado de Activos y el Financiamiento del Terrorismo ya establece de manera clara que cualquier sector económico vulnerable puede ser objeto de fiscalización, incluyendo la agricultura, y que toda persona física o jurídica vinculada a actividades productivas debe justificar la procedencia de sus fondos. Lo que hasta ahora ha sido una aplicación tímida de la ley podría transformarse en un escenario más riguroso con la entrada en vigencia del nuevo Código Procesal Penal (CPP), el cual refuerza la persecución penal estratégica y otorga al Ministerio Público mayores facultades para investigar no solo a individuos, sino también a empresas y asociaciones productivas. Esto implica que, si un productor agrícola maneja volúmenes de dinero que no guardan relación con su capacidad productiva real, podría ser investigado y procesado bajo sospecha de blanqueo de capitales, sin importar que su fachada sea la agricultura.

Al mismo tiempo, la Dirección General de Impuestos Internos (DGII) juega un rol crucial en el proceso de regularización. Uno de los ejes de modernización fiscal en República Dominicana es la implementación gradual de la facturación electrónica, que obligará a todas las transacciones económicas, incluidas las agrícolas, a quedar registradas digitalmente. Cuando este mecanismo se aplique al campo, se acabará el anonimato en las ventas: cada transacción deberá reportarse, cada productor tendrá que emitir comprobantes fiscales y cada ingreso quedará reflejado en la contabilidad nacional. Esto no solo cerrará espacios a la evasión, sino que permitirá a la DGII cruzar información con el Ministerio de Agricultura y con las entidades financieras, detectando de inmediato discrepancias entre lo que se produce, lo que se vende y lo que se declara.

El ambiente que se avizora para los productores agrícolas, en consecuencia, será de una mayor presión formalizadora. Quien no esté registrado, quien no facture, quien no declare, quedará automáticamente excluido de los beneficios del Estado: créditos blandos, seguros agrícolas, subsidios de insumos o participación en programas de exportación. La formalidad ya no será opcional, sino condición sine qua non para sobrevivir en un sector cada vez más vigilado. Esto puede generar tensiones en el corto plazo, sobre todo entre los pequeños y medianos agricultores que han trabajado toda su vida de manera informal, pero a la larga será un paso necesario para ordenar un sector que ha sido rehén de la improvisación durante décadas.

Para el Estado dominicano, el reto será doble. Por un lado, deberá garantizar que esta transición no se convierta en un proceso punitivo que excluya a los pequeños productores, sino en un camino progresivo acompañado de educación financiera, asistencia técnica y simplificación de trámites. Por otro lado, deberá enfrentar la resistencia de aquellos que se han beneficiado de la opacidad del sistema, utilizando la agricultura como vía para acumular riquezas sin control o incluso como herramienta de blanqueo de capitales. El nuevo CPP, junto con la Ley 155-17 y las reformas fiscales en curso, dan al Estado las herramientas legales para actuar; lo que falta es la decisión política de aplicarlas sin excepciones, aún cuando los investigados sean grandes empresarios agrícolas o actores con poder económico y político.

En este contexto, se espera que en los próximos años el campo dominicano viva un proceso de transformación que no solo estará marcado por los retos climáticos o tecnológicos, sino también por la obligación de responder a una agenda de transparencia y legalidad. La pregunta clave es si el país está dispuesto a construir un modelo en el que la agricultura sea realmente un motor de desarrollo claro, formal y trazable, o si seguirá siendo un terreno fértil para la informalidad, la evasión y el lavado. Lo que está en juego no es solo la riqueza de unos pocos productores, sino la credibilidad del Estado, la sostenibilidad de la economía agrícola y la confianza del país en los mercados internacionales.

Lo que se necesita es un verdadero pacto de rescate agrícola. Un pacto que obligue a cada productor a registrarse, no como un trámite burocrático, sino como la puerta de entrada a un ecosistema de beneficios tangibles: acceso a créditos, seguros universales, insumos subsidiados, capacitación técnica y prioridad en programas de exportación. Un pacto que involucre a los gobiernos locales como ventanillas de registro y asistencia, que integre al sistema fiscal para asegurar transparencia y que regule de manera clara la contratación de mano de obra extranjera. Y, sobre todo, un pacto que supere la visión de corto plazo para convertir la agricultura en lo que siempre debió ser: un sector ordenado, sostenible y articulado con el desarrollo nacional.

El agricultor dominicano merece un sistema en el que su esfuerzo se traduzca en estabilidad y progreso, y el país necesita un modelo donde la riqueza del campo no sea una fortuna opaca acumulada por unos pocos, sino un bien compartido y transparente que garantice soberanía alimentaria, empleo digno y competitividad internacional. De lo contrario, seguiremos atrapados en la paradoja de producir mucho y desarrollar poco, con instituciones que proclaman políticas claras, pero que en la práctica siguen desarticuladas frente a los retos de un mundo globalizado y exigente.

¿Seguiremos sembrando riqueza en tierra informal o construiremos, de una vez por todas, un futuro agrícola transparente y sostenible?

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