El crédito agrícola nació en la República Dominicana como una respuesta histórica a las demandas del campo. Desde mediados del siglo XX, tras los procesos de reforma agraria y los intentos del Estado de garantizar la seguridad alimentaria, se concibió como el puente que conectaría a los pequeños y medianos productores con el capital necesario para sembrar, cosechar y comercializar. Era, en esencia, un instrumento de democratización: que la tierra produjera y que todos pudieran acceder al financiamiento en igualdad de condiciones.
Sin embargo, hoy la realidad se presenta como una paradoja amarga: ese mismo instrumento ha terminado concentrándose en muy pocas manos, bajo prácticas que se alejan de la prudencia financiera y comprometen la equidad y la confianza institucional. Lo que en su origen fue un mecanismo para impulsar el desarrollo rural, hoy se ha convertido, en algunos casos, en un espejo distorsionado de la economía: amplía lo pequeño, deforma lo recto y minimiza lo esencial.
Según diversos análisis técnicos correspondientes al período 2017–2024, se observa que un grupo reducido de operaciones —no más de diez— acumula una exposición crediticia superior a los RD$2,000 millones. En ese lapso, lo que nació como un programa de apoyo productivo terminó derivando en una concentración riesgosa que contradice el espíritu del crédito agrícola. Dentro de ese monto, más de RD$201.7 millones —equivalentes al 10% del total— ya estaban vencidos al momento del corte del informe. Traducido a términos prácticos: uno de cada diez pesos comprometidos en este bloque no retorna, no se reinvierte en la producción y constituye un riesgo directo tanto para la institución como para el propio sistema económico nacional.
Más allá de las cifras globales, la magnitud individual de algunos préstamos resulta reveladora. En operaciones similares se ha documentado que una sola transacción alcanza los RD$213 millones, un monto que incluso supera el patrimonio declarado de su beneficiario. Otras se ubican en rangos de RD$90 millones, RD$58 millones, RD$51.4 millones y RD$50 millones, respectivamente. En varios de estos casos, los expedientes carecen de garantías hipotecarias debidamente registradas; lo que figura son declaraciones incompletas, inmuebles en garantía sin certificados de acreedor, sin tasaciones válidas, sin georreferencias y, en ocasiones, simples prendas mobiliarias. La ironía es que esas prendas, según el propio manual, no deben sobrepasar los RD$800,000, pero en la práctica se sostienen operaciones de decenas de millones bajo ese mismo mecanismo. Es como pretender que una cuerda diseñada para cargar un saco de café soporte el peso de un camión: una distorsión absurda.
La práctica de las renovaciones sucesivas completa el cuadro. El numeral 12.4 del manual de crédito es explícito: una sola renovación por cliente, solicitada con al menos quince días de antelación. Y, sin embargo, en algunos informes técnicos se observan préstamos renovados cinco, seis y hasta siete veces. Un crédito de RD$58 millones, por ejemplo, fue renovado en siete ocasiones, acumulando una exposición de más de RD$176 millones, sin garantía real acreditada. Este mecanismo se convierte en un espejismo contable: en lugar de aparecer como vencido, el préstamo se mantiene “vigente” en los libros, aunque en la práctica el flujo no existe. Se oculta el problema bajo el manto de una renovación que, lejos de resolver, multiplica el riesgo.
La concentración del riesgo es otro elemento que rompe con cualquier criterio de prudencia. Con apenas unas cuantas operaciones se concentran más de RD$2,000 millones, vulnerando el principio básico de diversificación. No se trata de tecnicismos: la normativa interna, en su numeral 6.2, establece límites claros a la exposición con un mismo cliente o grupo económico. Al ignorar estos límites, el sistema no solo se vuelve frágil, sino injusto: los recursos que podrían haberse distribuido entre cientos de proyectos se amarran en expedientes plagados de deficiencias.
Los riesgos adicionales hacen la paradoja aún más visible. Algunas operaciones se ubican en zonas de amortiguamiento ambiental, donde la ley exige contar con una “No Objeción” expresa del Ministerio de Medio Ambiente. Sin ese aval, cada desembolso se convierte en una transgresión legal y en una amenaza para el entorno. En otros casos, los contratos de arrendamiento que respaldan las inversiones no cubren ni siquiera un ciclo productivo más un año, tal como exige el manual. Es decir, se financian proyectos sobre bases contractuales débiles, que podrían caducar antes de que el préstamo logre producir los frutos necesarios para su repago.
Lo más sorprendente, sin embargo, no son los tecnicismos. Lo más perturbador es que toda esta enorme suma, más de dos mil millones de pesos, beneficia únicamente a un número muy reducido de personas o empresas. Mientras tanto, cientos de productores con expedientes en regla, con capacidad comprobada, con voluntad de cumplir con cada protocolo y de trabajar con seriedad, permanecen excluidos del acceso al crédito. No se trata de falta de méritos, sino de falta de vínculos: quienes no forman parte de estructuras de poder o de relaciones privilegiadas quedan fuera, aunque representen perfiles mucho más sólidos y menos riesgosos. El crédito, en vez de democratizar, termina reproduciendo exclusión.
Aquí aparece la paradoja en toda su crudeza: los pequeños productores deben presentar estados financieros, registros mercantiles al día, contratos claros y garantías verificables para acceder a montos modestos. Mientras tanto, las grandes operaciones multimillonarias se aprueban y renuevan con expedientes incompletos, con documentos vencidos y con garantías insuficientes. El sistema exige al débil lo que tolera en exceso al fuerte.
Las consecuencias de este modelo son profundas. En lo financiero, la institución queda expuesta a pérdidas inmediatas de más de RD$201 millones vencidos, con una alta probabilidad de deterioro de otras operaciones si no se corrigen a tiempo. En lo económico, se desperdicia el potencial multiplicador de esos recursos: con más de RD$2,000 millones, podrían haberse financiado al menos 200 proyectos medianos de RD$10 millones cada uno, diversificando riesgos, impulsando cosechas, generando empleos y dinamizando comunidades enteras. En lo social, se erosiona la confianza: los productores ven cómo el crédito, en lugar de ser un derecho democratizado, se convierte en un privilegio restringido a pocos.
Aunque los datos aquí citados reflejan un caso técnico particular, lo cierto es que podrían describir cualquier sistema donde la norma se aplica con rigor a los pequeños y con indulgencia a los grandes. En esa paradoja reside la esencia del problema: un crédito concebido para democratizar que termina sirviendo a la concentración. No se trata de señalar culpables, sino de entender las causas estructurales que perpetúan la desigualdad financiera.
La normativa que debía evitar este escenario existe. El problema es que no se aplicó. Se ignoraron los topes de garantía, se obvió la prohibición de financiar categorías de alto riesgo sin respaldo real, se multiplicaron las renovaciones en contravención al manual, se otorgaron préstamos que superaban el patrimonio de los solicitantes, se omitieron requisitos ambientales y contractuales. La torre de crédito, que debía ser robusta, se sostiene hoy sobre bases endebles. Desde lejos parece erguida; desde cerca, se nota su inclinación peligrosa.
El dilema que enfrenta el sistema es claro: corregir a tiempo o esperar el colapso. Corregir implica diversificar los beneficiarios, distribuir los recursos con mayor equidad, reforzar los controles internos, aplicar la normativa de manera estricta y garantizar que cada peso prestado esté respaldado por garantías reales. Esperar el colapso es permitir que las renovaciones sigan ocultando la morosidad, que las garantías sigan siendo insuficientes y que la confianza se siga deteriorando.
La conclusión es ineludible. El crédito agrícola debe volver a ser lo que siempre debió ser: un instrumento de inclusión, no de privilegio. Hoy, sin embargo, se presenta como una paradoja: más de RD$2,000 millones concentrados en unas pocas manos, con más de RD$201 millones vencidos y con garantías incompletas, mientras cientos de productores esperan su oportunidad. La torre aún puede enderezarse, pero para lograrlo se necesita transparencia, rigor y voluntad política. De lo contrario, la gravedad hará lo que la prudencia no hizo: derrumbar lo que se construyó sobre arena.
—Quizás el problema no está en el dinero que falta, sino en la confianza que se pierde. Al final, el crédito debería ser una siembra colectiva, no una cosecha de unos pocos.
“Al final, la pregunta queda abierta: ¿Qué opina usted, mi estimado amigo? Sigamos averiguando.”