Luego de visitar países como Japón, donde inmediatamente al llegar como turista estás obligado a cambiar tus dólares por yenes, comprendí el verdadero valor de la soberanía monetaria. En Japón, ningún ciudadano, comercio o institución acepta una moneda extranjera. No lo hacen por orgullo vacío, sino por respeto. Para ellos, permitir que otra divisa circule en su territorio sería una falta de ética y una ofensa a su identidad nacional. Existe un nivel de conciencia colectiva tan arraigado que usar otra moneda equivaldría a negar su propia historia. Esa experiencia me llevó a pensar que lo mismo podría y debería suceder en la República Dominicana.
¿Por qué nosotros, que tenemos una historia de independencia, de lucha y de reconstrucción, hemos permitido que el dólar se convierta en el espejo donde medimos nuestro valor? ¿En qué momento dejamos que la moneda extranjera se volviera costumbre, y la nuestra solo un símbolo? Esa reflexión dio origen a este artículo, escrito desde la observación, la evidencia y la convicción de que un país que no defiende su moneda termina dependiendo de la voluntad de otros para sostener su economía.
La dolarización en República Dominicana no nació de un decreto, sino de una costumbre. Empezó con el turismo, se afianzó con las remesas y se normalizó con los precios de las zonas francas y los bienes raíces. Hoy, en una tienda local o una venta de terreno, escuchar el precio en dólares no genera sorpresa. Sin embargo, ese hábito tiene un costo silencioso. El Banco Central ha advertido que más del 30 % de los depósitos y préstamos del sistema financiero se realizan en moneda extranjera, lo que significa que una parte considerable del crédito nacional no está bajo control directo de la política monetaria.
Si no se regula ni se educa, esa tendencia puede volverse peligrosa. En países con dolarización parcial, la economía doméstica queda expuesta a los ciclos externos del dólar estadounidense: subidas de tasas en la Reserva Federal, crisis bancarias o inflación importada. A mediano plazo, eso erosiona la capacidad del país para responder con autonomía. En un escenario de crisis o volatilidad internacional, las empresas y familias endeudadas en dólares podrían ver duplicado su peso financiero. Y cuando eso ocurre, la confianza en la moneda local cae, la inflación se dispara y el Estado pierde margen de maniobra.
No siempre fue así. El peso dominicano ha tenido épocas de respeto y estabilidad. Tras la fundación de la República en 1844, el peso fue símbolo de independencia. En 1937, con la introducción del “peso oro” bajo la Ley No. 1259, el país recuperó el control monetario luego de décadas de influencia extranjera y del uso extendido del dólar tras la Convención de 1905. En ese período, la moneda nacional volvió a representar confianza. Décadas después, durante los gobiernos de Joaquín Balaguer (1966–1978), se mantuvo un tipo de cambio estable en torno a RD$1 = US$1 por varios años. Ese equilibrio —aunque artificial y dependiente del control de capitales— dio una sensación de fortaleza económica y estabilidad social.
La ruptura llegó con la liberalización financiera de los años noventa y la crisis bancaria de 2003, bajo el gobierno de Hipólito Mejía. La pérdida de confianza en los bancos, la inflación y la devaluación del peso llevaron al dólar a ocupar un papel predominante en los contratos, los ahorros y las inversiones. Desde entonces, el dólar dejó de ser referencia para convertirse en hábito. Posteriormente, durante los gobiernos de Leonel Fernández (2004–2012), el país recuperó estabilidad macroeconómica y control de inflación gracias a reformas institucionales, políticas fiscales y la modernización del Banco Central, pero la costumbre de operar en dólares ya estaba sembrada en la cultura financiera.
Hoy, esa costumbre se mantiene viva, especialmente en el comercio, la construcción, las importaciones y los bienes raíces. Según el Banco Central, las importaciones dominicanas superan los US$30 000 millones anuales, y casi el 90 % de esas operaciones se factura en dólares. El turismo, por su parte, aporta más de US$9 000 millones cada año en divisas, y las remesas rondan los US$10 000 millones. Esos ingresos sostienen la estabilidad cambiaria, pero también consolidan la dependencia del dólar. Si bien el modelo de libre convertibilidad ha favorecido el crecimiento, también ha debilitado el uso operativo del peso.
De no tomar medidas, esa tendencia podría tener consecuencias estructurales:
- Una mayor vulnerabilidad ante fluctuaciones internacionales del dólar.
- Una reducción del crédito interno en RD$, pues los bancos prefieren operar en divisas.
- Una inflación importada difícil de controlar por el Banco Central.
- Una pérdida simbólica y práctica de la soberanía económica nacional.
La experiencia internacional demuestra que proteger la moneda nacional no es una utopía ni una nostalgia: es una estrategia inteligente. Países como Perú lo han logrado con disciplina y visión. En los años noventa, el Perú tenía más del 80 % de sus depósitos bancarios en dólares; el sol era débil, inestable y socialmente rechazado. Sin embargo, tras un proceso de estabilización monetaria, independencia del Banco Central, incentivos fiscales y educación financiera, hoy más del 70 % de las operaciones se realizan en soles. El resultado ha sido una economía más sólida, menos expuesta a las fluctuaciones internacionales y con una inflación controlada durante más de dos décadas consecutivas.
En Chile, algo similar ocurrió: tras las crisis de los años ochenta, se impulsó una política de desdolarización que fortaleció al peso chileno, convirtiéndolo en símbolo de confianza interna. En ambos casos, el factor clave fue la coherencia: no se trató de prohibir el dólar, sino de hacer que la gente y las empresas volvieran a confiar en su propia moneda. Los resultados hablan solos: economías más estables, monedas fuertes, políticas monetarias independientes y un sentimiento nacional reforzado.
¿Podría lograrlo también la República Dominicana? Sí, siempre que se combine técnica con conciencia, política con identidad. El Banco Central de la República Dominicana ya ha mostrado avances: mantiene reservas internacionales por encima de los US$16 000 millones, lo que respalda la estabilidad del tipo de cambio; ha logrado que la inflación se mantenga en el rango meta de 4 ± 1 %, y ha diversificado los instrumentos financieros en pesos. Sin embargo, la estabilidad no basta si no hay convicción ciudadana. El respeto a la moneda no se impone: se cultiva.
El dólar, sin duda, seguirá siendo una herramienta útil y un símbolo de valor global. Nadie puede negar su peso en las finanzas internacionales, ni su importancia para el turismo, las remesas o las exportaciones. Pero ese valor no puede ser más grande que el de nuestra identidad nacional. Porque aunque un dólar compre más en el mercado, el peso es el que representa lo que somos. Detrás de cada billete dominicano hay historia, esfuerzo y esperanza. Cada símbolo impreso en él —el escudo, el lema, los rostros de nuestros héroes— nos recuerda que somos un pueblo que conquistó su independencia no solo con armas, sino con dignidad.
Por eso, este no es solo un debate económico, sino también cultural y moral. Hemos llegado al punto donde usar otra moneda se ha vuelto sinónimo de modernidad, cuando en realidad podría significar pérdida de soberanía. Se ha vuelto común escuchar frases como “en dólares sale más barato” o “eso está en dólares porque es más serio”, como si la confianza viniera del extranjero y no de nuestra propia capacidad de producir, innovar y crecer. Esa mentalidad hay que transformarla, y solo se logra con educación, con ejemplo y con políticas coherentes.
Cada ciudadano tiene un papel en este cambio. Quien cobra o paga en pesos está fortaleciendo al país. Quien ahorra en RD$ está sosteniendo el crédito interno. Quien exige que los precios se publiquen en la moneda nacional está defendiendo el principio de legalidad económica. Quien enseña a sus hijos a valorar el peso está sembrando una semilla de soberanía. El respeto por nuestra moneda es el primer paso hacia el respeto por nuestras instituciones.
Así como en Japón entendí que cambiar dólares por yenes no es una obligación sino un acto de civismo, y como en Perú observé que el ciudadano defiende el uso del sol con orgullo, creo que en la República Dominicana ha llegado el momento de una pequeña revolución silenciosa: volver a creer en el peso dominicano. No para cerrarnos al mundo, sino para abrirnos desde la solidez de lo nuestro.
El dólar puede seguir entrando, pero debe entrar por la puerta correcta: los bancos, las casas de cambio, las instituciones financieras reguladas. No puede seguir mandando en las calles, en los contratos o en la conciencia colectiva. Porque cuando una moneda extranjera empieza a mandar en casa, el país deja de gobernarse a sí mismo.
Fortalecer el peso dominicano no será una tarea de discursos, sino de decisiones. Para lograrlo, se necesita una hoja de ruta seria y comprometida. La primera medida debe ser reafirmar el principio legal de que el peso dominicano es la única moneda de curso legal y de pago obligatorio, conforme al artículo 229 de la Ley Monetaria y Financiera No. 183-02. A partir de ahí, se pueden establecer reglamentos claros para que todos los precios, contratos, servicios, licitaciones públicas y transacciones internas se expresen en RD$. Esto no excluye al dólar, pero lo coloca en su lugar legítimo: como instrumento de comercio exterior, no como lengua financiera dentro del país.
El Banco Central de la República Dominicana, junto con la Superintendencia de Bancos y la Dirección General de Impuestos Internos, podría coordinar una estrategia nacional de repatriación monetaria, inspirada en el modelo peruano: campañas de educación financiera, incentivos fiscales para ahorro en pesos, cuentas de remesas convertidas automáticamente a RD$ con beneficios adicionales, reducción de tasas de interés en créditos internos en moneda nacional, y regulación de cobros en divisas no autorizadas.
A eso habría que sumar un programa de concientización ciudadana, en alianza con el Ministerio de Educación y los medios de comunicación, para enseñar desde las aulas y los espacios públicos el valor cívico y simbólico del peso dominicano.
También sería necesario revisar los mecanismos turísticos: tal como ocurre en Japón, los visitantes deberían cambiar sus divisas al llegar al país en bancos o agentes autorizados, recibiendo a cambio una moneda confiable, estable y de uso universal dentro del territorio. Es una práctica de respeto, no de restricción. Quien respeta su moneda, respeta su patria.
Pero más allá de las leyes, de los planes o de las tasas, hay una verdad incómoda que merece decirse con toda la diplomacia y firmeza posible: el problema del peso no es el dólar, es la indiferencia.
Durante años, muchos han hablado de política, de justicia social, de apoyo al pueblo dominicano, pero pocos han tenido la valentía de asumir una responsabilidad estructural sobre este tema.
Hablan de soberanía, pero permiten que una moneda extranjera marque los precios de nuestras viviendas.
Hablan de desarrollo, pero aceptan que los contratos del Estado se coticen en dólares.
Hablan de apoyar al pueblo, pero no defienden su moneda.
Esa contradicción ha sido la herida silenciosa de nuestra economía: una aparente modernidad que, en realidad, oculta dependencia. Mientras se aplaude la “confianza en el dólar”, se debilita la confianza en lo propio. Y mientras se pregona orgullo nacional, se tolera que la identidad económica se diluya, como si la dignidad pudiera medirse en divisas.
Lo más grave es que algunos sectores —empresariales, financieros o políticos— han encontrado comodidad en esa dolarización parcial. Les conviene mantener un modelo donde el dólar manda, porque ofrece ventajas particulares: control de precios, acumulación de poder y un margen de influencia internacional que no siempre representa el bienestar colectivo.
Sin embargo, el verdadero liderazgo no se mide por cuánto se gana, sino por cuánto se preserva.
Y quien no preserva su moneda, renuncia a una parte de su soberanía.
Por eso, este artículo no busca agradar, sino despertar. No es un reclamo emocional, sino un acto de responsabilidad. No se trata de volver al pasado, sino de recordar lo esencial: una nación no puede llamarse libre si no confía en su propio valor.
Podremos tener dólares, euros o yenes, pero lo que nos define es el peso que damos a lo nuestro.
Y ese peso —el dominicano— no puede seguir siendo un símbolo decorativo en un billete, debe volver a ser la herramienta viva de nuestra economía, el reflejo de nuestra dignidad y el emblema de nuestra independencia.
El llamado es simple pero profundo:
A los líderes políticos, que hagan menos discursos y asuman más compromisos reales.
A los empresarios, que apuesten por la moneda de su tierra antes que por la del mercado externo.
A los educadores, que enseñen a los jóvenes que el valor de un país no se mide por la moneda que adopta, sino por la que defiende.
Y a cada dominicano, que recuerde que ningún billete vale más que la historia que lo respalda.
Porque al final, lo que está en juego no es el tipo de cambio: es el tipo de conciencia.
El dólar podrá tener más poder adquisitivo, pero el peso tiene algo que ninguna otra moneda puede comprar: identidad.
Y mientras existan dominicanos dispuestos a defenderla, habrá esperanza de que un día el peso vuelva a mandar en casa.
Fuentes:
Banco Central de la República Dominicana – Indicadores Económicos 2024–2025
CEPAL – Informe Económico de América Latina y el Caribe
Ministerio de Economía, Planificación y Desarrollo (MEPyD)
Fondo Monetario Internacional – Perspectivas Regionales para América Latina
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