En la vida democrática dominicana, los proyectos de ley y los proyectos de resolución son el corazón de la labor legislativa, el verdadero medio a través del cual los diputados y senadores cumplen con el mandato constitucional de legislar, fiscalizar y representar. Sin embargo, para gran parte de la ciudadanía siguen siendo figuras poco conocidas, e incluso subestimadas, al punto de pensar que son simples documentos que se aprueban y luego se olvidan. Esa percepción, además de equivocada, debilita la democracia, porque resta valor al papel que tienen estas iniciativas en la construcción del Estado, en la vida institucional y, sobre todo, en el desarrollo local y nacional.
Un proyecto de ley, según el procedimiento legislativo, es una propuesta formal que busca crear, modificar o derogar disposiciones legales de carácter general. En esencia, un diputado o un senador, al someter un proyecto de ley, no está presentando un simple texto, sino proponiendo cambios que impactarán de manera directa a la sociedad. Si la propuesta supera el proceso de comisiones, las discusiones en el pleno y es sancionada por ambas cámaras, pasa a convertirse en ley promulgada por el Poder Ejecutivo. Desde ese momento adquiere obligatoriedad para toda la nación. Esta figura está respaldada de manera expresa en el artículo 93 de la Constitución de la República Dominicana, que confiere al Congreso Nacional la función de legislar en todos los ámbitos de la vida nacional.
Los proyectos de resolución, por su parte, aunque no tienen fuerza de ley, poseen un alcance político, social e institucional de enorme relevancia. Una resolución puede ordenar a un ministerio considerar una obra en su presupuesto, exhortar al Poder Ejecutivo a atender una necesidad, reconocer a una institución o comunidad, o incluso recomendar cambios en la administración pública. De hecho, las resoluciones se convierten en el puente inmediato entre los reclamos ciudadanos y la respuesta del Estado. Por ejemplo, una carretera en mal estado, que por años ha sido reclamo de una comunidad, puede encontrar eco en una resolución presentada por los diputados de la demarcación. Al ser aprobada, esta resolución obliga al Ministerio de Obras Públicas a contemplar la obra en su planificación, y fuerza al Poder Ejecutivo a disponer de recursos. Lo que antes era una queja sin respuesta, se convierte en una disposición congresual con efectos presupuestarios y de política pública.
El Congreso dominicano ha vivido múltiples ejemplos en los que proyectos de ley o resoluciones han transformado necesidades locales en políticas nacionales. En el período 2006-2010 se sometió el Proyecto de Ley que declaraba de alto interés nacional la construcción de la carretera Santiago – San Juan (Cibao-Sur), con el objetivo de garantizar la inversión pública para unir dos regiones históricamente aisladas. Otro caso es la ley que designó con el nombre de Carretera Profesor Juan Bosch la vía que une La Vega con Río Verde y Moca, muestra de cómo el Senado ha utilizado su facultad normativa no solo para reconocer figuras históricas, sino también para legitimar obras que sirven como arterias estratégicas del país. Estos ejemplos demuestran que los proyectos legislativos trascienden la retórica y tienen consecuencias materiales en el desarrollo nacional.
El marco jurídico que regula estos procedimientos es amplio y robusto. Además de la Constitución, destaca la Ley Orgánica del Congreso Nacional y del Régimen de Debates Congresuales (Ley 02-06), que organiza el funcionamiento de ambas cámaras, establece las atribuciones de los legisladores, regula el proceso de debate y determina cómo deben ser tramitadas las iniciativas. A ella se suman los Reglamentos Internos de la Cámara de Diputados y del Senado, que detallan la dinámica del trabajo en comisiones, las etapas de estudio y la manera en que los proyectos deben ser aprobados en primera y segunda lectura. Sin estas normas, el Congreso carecería de orden y coherencia para procesar la cantidad de iniciativas que recibe cada año.
Otros cuerpos normativos fortalecen el poder de los proyectos. La Ley 176-07 del Distrito Nacional y los Municipios es clave, porque establece que los consejos de regidores pueden aprobar resoluciones municipales que luego son canalizadas por los diputados en el Congreso Nacional, creando así un vínculo directo entre los gobiernos locales y la representación legislativa. La Ley 1-12 de Estrategia Nacional de Desarrollo establece la participación social como principio transversal de las políticas públicas, lo que significa que los consejos económicos y sociales, juntas de vecinos y organizaciones comunitarias pueden y deben articularse con sus legisladores para presentar iniciativas con respaldo ciudadano. La Ley Orgánica de Presupuesto para el Sector Público (Ley 423-06) establece que toda iniciativa con implicaciones económicas debe vincularse al presupuesto nacional, lo que refuerza el alcance de resoluciones que solicitan obras y servicios, y asegura que no se queden en papel. La Ley 340-06 sobre Compras y Contrataciones Públicas garantiza que las ejecuciones derivadas de leyes o resoluciones aprobadas se realicen con transparencia y conforme a las normas.
Asimismo, la Ley 19-01 del Defensor del Pueblo fortalece la fiscalización del Congreso en la defensa de derechos ciudadanos, y la Ley 20-23 de Régimen Electoral recuerda que los legisladores son representantes del pueblo, electos para legislar en función de sus necesidades, no para intereses particulares. Cada una de estas leyes contribuye a construir un entramado jurídico que da sentido y sustento a la labor legislativa.
Un aspecto que no puede olvidarse es el papel de las comisiones legislativas. Estas instancias son el motor técnico del Congreso: en ellas se estudian, analizan, comparan y enriquecen las iniciativas. Sin proyectos de ley y resolución que alimentar, las comisiones quedarían vacías de contenido. Y sin comisiones, el Congreso no podría funcionar con coherencia ni con capacidad técnica. De ahí que la calidad de los proyectos sometidos determina la calidad del debate legislativo y, en consecuencia, la eficacia del Congreso.
No obstante, lo que da verdadera fuerza a los proyectos es el seguimiento. Una ley o resolución, por más bien redactada que esté, puede perderse en el olvido si no se fiscaliza su cumplimiento, si no se exige su aplicación, o si no se garantiza su inclusión en el presupuesto. Por eso, la ciudadanía debe comprender que su rol no termina en la elección de sus legisladores, sino que continúa en la vigilancia activa de las iniciativas. Las juntas de vecinos, los consejos de desarrollo, las alcaldías y las organizaciones sociales tienen en los legisladores un canal legítimo para formalizar reclamos, y deben utilizarlo con seriedad.
Cuando alguien diga que un proyecto de ley o de resolución no vale la pena porque se convierte en papel, debe primero estudiar lo importante, comprender el proceso y, sobre todo, reconocer el nivel de seguimiento que estas iniciativas requieren. Porque son precisamente esos proyectos los que nutren las comisiones, orientan decisiones de presupuesto, presionan al Poder Ejecutivo y movilizan recursos para transformar comunidades. Un proyecto puede parecer un documento, pero en realidad es una semilla: con seguimiento, compromiso y coherencia, florece en obra, en política pública y en beneficio colectivo.
Al final, la gran interrogante que debemos hacernos como sociedad es la siguiente: ¿estamos aprovechando de manera consciente y estratégica el poder de los legisladores y sus iniciativas para construir el país que necesitamos, o seguimos viendo los proyectos como simples papeles sin futuro? La respuesta dependerá de la madurez ciudadana, de la responsabilidad de los gobiernos locales y de la visión de los congresistas. Porque en un verdadero Estado democrático, cada proyecto de ley o de resolución es una oportunidad para transformar la realidad, consolidar derechos y abrir camino al desarrollo.