Hay una verdad que a menudo se nos escapa entre los días, pero que regresa en voz baja cuando miramos atrás. Qué fortuna, haber llegado hasta este lugar del camino, donde el peso de los silencios se aligera y el de las verdades, por fin, se asienta con claridad. Sí, el trayecto nos ha despojado de algunas cosas, pero a cambio, la vida nos ha entregado cuatro lujos esenciales. Riquezas que no se guardan en bolsillo alguno, ni podrían comprarse con todo el oro del mundo.
El primero es la salud.
Aquel lujo que apenas notábamos cuando lo teníamos en abundancia. Antes, las carreras, las escaleras, las cargas pesadas… hasta los dolores parecían ajenos. Hoy quizá el cuerpo ya no responda como antaño, pero observa: seguimos aquí. Respirando. Caminando con paso lento, sosteniendo la taza caliente entre las manos, agradeciendo que este templo, aunque cruja, aún nos permite saborear lo que queda. Aunque sea poco, aunque algunas piezas muestren su desgaste… la salud se celebra, con gratitud, cada nuevo amanecer.
El segundo es la paz.
Esa quietud interior que solo llega después de haber librado las batallas necesarias, de haber derramado las lágrimas pendientes y de haber comprendido, por fin, que no todo está en nuestras manos. La paz es ese suspiro profundo que susurra: “Hiciste lo que pudiste, con lo que tenías, guiado por lo que tu corazón creyó justo”. Y dormir con el alma en calma, sin deudas con uno mismo… esa es la riqueza más pura.
El tercer lujo es la sabiduría.
La verdadera, no la que se exhibe en diplomas. Hablo de la que se gana a fuerza de golpes, de caídas, de pérdidas, de amores que se fueron y de días interminables. Es la sabiduría que te enseña a leer el mundo sin necesidad de abrir un libro. La que te indica cuándo permanecer, cuándo partir y cuándo guardar silencio. Nadie te la enseñó en una lección… la vida te obligó a aprenderla.
Y el cuarto lujo… la familia.
La que te llegó por destino o la que construiste con tus propias manos, entre cariños, esfuerzos, errores y aciertos. No es perfecta, a veces no es de sangre, puede ser pequeña o estar remendada… pero es familia. Y quien ha conocido, aunque sea un fragmento de amor verdadero, sabe que posee un tesoro que no a todos les es concedido.
Así que hoy, abrázate con fuerza.
Quizá no tengamos los cuatro lujos en plenitud, tal vez uno flaquee o otro nos falte… pero si al menos uno sigue vivo en nuestro interior, ya somos más ricos que muchos.
Disfrútalos.
Porque llegar hasta aquí ya es un privilegio…
y vivir con conciencia, con gratitud y con amor, es, en sí mismo, el mayor lujo de todos.
** Sacado de algún lugar del internet
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