El sol de la tarde caía sobre Santiago cuando los gritos rompieron el silencio del barrio. Entre el polvo levantado por las motocicletas y el murmullo de los vecinos, un joven de 24 años—Miguel—era arrastrado por agentes policiales mientras su madre, con lágrimas que le quemaban el rostro, intentaba detenerlos. «¡Es inocente, no se lo lleven!», gritaba, abrazando a su hijo como si con eso pudiera borrar los atracos, el contrabando, las noches en que él volvía a casa con dinero que no había sudado. A su lado, un hermano menor, confundido entre la lealtad y el miedo, repetía: «Déjenlo, no hizo nada».
La Paradoja del Amor Ciego
Ninguna madre cree, al principio, que su hijo sea un delincuente. Pero los delincuentes, sin excepción, tienen madre. El caso de Miguel no es único: es el reflejo de una sociedad donde el amor familiar, en su expresión más distorsionada, se convierte en cómplice del crimen. Su madre lo sabía—había visto las armas escondidas, escuchado los rumores, recibido las quejas de los vecinos—, pero el instinto de protección pudo más que la razón.
Este fenómeno no es solo un drama personal; es un síntoma de un sistema fallido. Cuando las familias normalizan la ilegalidad—ya sea por necesidad, complicidad o simple negación—, se convierten en el primer eslabón de una cadena que perpetúa la impunidad. ¿Cómo puede la justicia actuar si, incluso en el hogar, se justifica lo injustificable?
El Sistema Débil: Entre la Impunidad y la Complicidad Social
El Estado tiene sus fallas—policías corruptos, procesos judiciales lentos, cárceles que no rehabilitan—, pero hay una responsabilidad más profunda: la de una sociedad que, con su silencio o su indulgencia, alimenta a sus propios parásitos. Miguel no nació delincuente; se hizo en un entorno donde el atajo ilegal parecía más rentable que el trabajo honrado, donde el respeto se ganaba con pistolas en vez de méritos, y donde su familia, en lugar de corregirlo, lo excusó.
Y aquí está el problema: la impunidad no solo la crean los jueces que absuelven, sino también las madres que esconden pruebas, los hermanos que prestan sus cuentas bancarias, los vecinos que prefieren «no meterse en problemas».
Miguel podría ser cualquiera—el hijo de Constanza que prefirió la fama rápida del delito al anonimato del esfuerzo, el joven que confundió lealtad con complicidad. Pero su historia no tiene que repetirse.
A los jóvenes: El camino fácil termina en celdas o cementerios. La verdadera hombría no se mide por lo que robas, sino por lo que construyes.
A las familias: Amar no es encubrir; es corregir. Un hijo en la cárcel duele menos que un hijo muerto—o que un hijo que mata.
A la sociedad: Basta de romanticizar al «pícaro». La complicidad silenciosa nos hace tan culpables como quienes disparan.
Miguel hoy está tras las rejas, pero mañana podrían soltarlo. Y entonces, la pregunta no será si la policía lo vuelve a capturar, sino si su familia—y nosotros—seguiremos siendo su red de caída.
![]()








