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LEY 47-25: CONTROL Y TRANSPARENCIA

Evolución, riesgos de simulación y expectativas frente al reglamento de aplicación ?

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La contratación pública ha sido históricamente uno de los ámbitos más sensibles de la gestión estatal en la República Dominicana. A través de ella no solo se ejecutan las obras, bienes y servicios que impactan de manera directa en la calidad de vida de la población, sino que se administra un volumen considerable del presupuesto nacional. Por eso, los organismos internacionales y la sociedad civil han insistido durante años en que la manera en que un país maneja sus procesos de compras constituye un verdadero termómetro de su institucionalidad, de su transparencia y de la confianza que inspira su democracia. En este contexto, la promulgación de la Ley 47-25 sobre Compras y Contrataciones representa un hito normativo. No se trata únicamente de la actualización de un marco que había quedado rezagado frente a las prácticas administrativas, sino de un intento de transformar la cultura de la contratación pública, dotándola de nuevos principios, de mayores controles y de herramientas tecnológicas obligatorias. Sin embargo, su eficacia real dependerá de la manera en que se diseñe y aplique el reglamento que la complemente.

La Ley 340-06, junto a su modificación 449-06, fue en su momento un avance considerable. Introdujo principios de eficiencia, igualdad, libre competencia y transparencia, reguló las principales modalidades de contratación y obligó a los oferentes a inscribirse en el Registro de Proveedores del Estado. También estableció prohibiciones claras para funcionarios y familiares. No obstante, en la práctica sus limitaciones fueron evidentes. La Dirección General de Contrataciones Públicas (DGCP), órgano rector del sistema, carecía de suficientes atribuciones sancionadoras, lo que debilitaba su capacidad de fiscalización. Las excepciones eran amplias y mal definidas, lo que abrió espacio a prácticas discrecionales. Y sobre todo, el uso de la urgencia y de los procesos menores se convirtió en una salida recurrente para evadir los mecanismos competitivos, generando un sistema que en el papel buscaba transparencia, pero en la práctica se prestaba a la simulación.

Con la Ley 47-25, ese panorama busca cambiar de manera significativa. La norma amplía su ámbito de aplicación a todas las entidades públicas, incluyendo las sociedades de capital mixto con mayoría estatal, cerrando así brechas que antes eran aprovechadas para manejar recursos fuera del sistema. Su catálogo de principios se amplía de nueve a más de veinte, incorporando elementos novedosos como la sostenibilidad ambiental, la innovación, la planificación estratégica y la inclusión obligatoria de micro, pequeñas y medianas empresas, así como de mujeres, jóvenes, personas con discapacidad y sectores vulnerables. Las compras dejan de ser vistas como un procedimiento meramente administrativo para convertirse en una herramienta de desarrollo social y económico. Esta expansión de principios es, sin dudas, un paso adelante, pero plantea un desafío concreto: la necesidad de que el reglamento los convierta en parámetros medibles, con indicadores verificables y consecuencias claras para las instituciones que incumplan.

El fortalecimiento de la DGCP es otro cambio crucial. La nueva ley le otorga potestad normativa, sancionadora y la facultad de suspender procesos con indicios de irregularidad. Esta centralización normativa, combinada con la descentralización operativa en cada entidad, busca garantizar uniformidad y control, aunque ha generado tensiones con los gobiernos locales. Los ayuntamientos, amparados en la Ley 176-07, reclaman autonomía en la administración de sus recursos y miran con recelo la creciente autoridad de la DGCP. La clave estará en que el reglamento de aplicación establezca mecanismos de coordinación efectivos, que aseguren la rectoría técnica sin anular la independencia municipal.

En materia de procedimientos, la diferencia también es clara. La Ley 340-06 contemplaba plazos relativamente largos para convocatorias y adjudicaciones, mientras que la 47-25 introduce plazos mínimos muy reducidos: cinco o diez días para los procesos simplificados, tres para las compras menores y ninguno para las contrataciones directas. Este cambio busca agilizar el sistema, pero plantea el riesgo de favorecer a los oferentes con mayor capacidad técnica y financiera en detrimento de los pequeños. Asimismo, se introduce la separación estricta entre oferta técnica y oferta económica, con mecanismos de confidencialidad y encriptación, junto con figuras como la precalificación, la exclusión de ofertas temerarias y la adjudicación combinada en función de calidad y costo. Estas disposiciones elevan el estándar de transparencia, aunque también incrementan la discrecionalidad de los comités evaluadores. Por eso, será indispensable que el reglamento defina criterios objetivos, de modo que lo cualitativo no se convierta en un simple disfraz para decisiones previamente tomadas.

Sin embargo, la mayor preocupación en la práctica no está solo en la letra de la ley, sino en las formas en que algunos gobiernos locales han aprendido a simular su cumplimiento. Todavía hoy es frecuente encontrar procesos falsos o simulados en ayuntamientos y juntas distritales. Ante la falta de preparación técnica, aparecen asesores externos que “ayudan” a las nuevas autoridades a cumplir con el trámite, elaborando pliegos, formularios, cronogramas e incluso actas prefirmadas. En muchos casos, simplemente se copian procesos anteriores cambiando detalles superficiales, se reutilizan códigos ya emitidos o, peor aún, se inventan códigos ficticios que nunca han sido generados por el Portal Transaccional. El Comité de Compras, que según la ley debería deliberar y decidir, se limita a firmar documentos preparados por terceros, con lo cual se convierte en un mero órgano decorativo. El resultado es una simulación revestida de legalidad, reforzada con publicaciones en tablones internos, en redes sociales o incluso en periódicos de circulación nacional. Pero, al no estar registrado en el sistema electrónico oficial, el proceso es invisible para los oferentes legítimos y para los órganos de control.

Este tipo de prácticas contradice de manera directa la nueva Ley. El principio de transparencia exige que toda la información sea amplia, veraz y oportuna, lo que solo puede garantizarse mediante el portal oficial. El principio de libre competencia y de igualdad de trato obliga a que el mayor número posible de oferentes participe en igualdad de condiciones, algo que se anula cuando la competencia se reduce a un círculo escogido. El principio de planificación ordena que las contrataciones respondan a planes institucionales, pero en la simulación se actúa de manera improvisada, sin coherencia con las necesidades reales. Y el rol de la DGCP como órgano rector, que tiene facultad para suspender, sancionar y denunciar irregularidades, se ve neutralizado porque su control solo alcanza a los procesos que se registran en el sistema. En otras palabras, el problema no es solo legal, sino de cultura administrativa: mientras no se cierre la puerta a los procesos paralelos, la simulación seguirá siendo una práctica tentadora.

Las consecuencias de estos esquemas son profundas. Se erosiona la confianza ciudadana al percibir que la transparencia es apenas un teatro. Se afecta la eficiencia del gasto público, porque los recursos terminan en contrataciones amañadas. Se refuerza la impunidad administrativa, ya que los comités firman sin asumir responsabilidad real y las auditorías suelen llegar tarde. Y, sobre todo, se incumple de manera flagrante la ley, porque cualquier proceso realizado fuera del portal es, en esencia, ilegal y sancionable. La nueva Ley 47-25 busca eliminar estas brechas mediante la obligatoriedad expresa del Portal Transaccional y la profesionalización de los comités de compras, quienes están obligados a capacitarse anualmente en programas certificados por la DGCP. Pero de poco servirá si estas disposiciones no se cumplen y si el reglamento no fija sanciones claras para quienes insistan en prácticas simuladas.

Por eso, la expectativa frente al reglamento es enorme. Será necesario que se establezca un sistema de códigos automáticos por defecto, de modo que cada institución y cada proceso anual quede registrado antes de iniciarse, cerrando la posibilidad de iniciar un procedimiento sin el aval del portal. Todo proceso, incluso los que terminen desiertos, deberá figurar en el sistema electrónico. Deberá garantizarse la capacitación obligatoria y certificada de comités y unidades operativas, con consecuencias administrativas para quienes incumplan. Y se deberán habilitar mecanismos de monitoreo proactivo, mediante el cruce de datos y la colaboración con la Cámara de Cuentas y la Dirección de Ética, para detectar procesos anunciados en otros medios que no figuren en el portal. Solo de esa manera se cerrará la brecha que hoy permite la existencia de procesos falsos.

La comparación entre la antigua y la nueva ley muestra, en definitiva, una evolución normativa significativa. La Ley 47-25 amplía el ámbito de aplicación, fortalece los principios rectores, endurece el régimen sancionador, otorga mayor poder a la DGCP y convierte las compras públicas en un instrumento de política social. Pero la verdadera prueba estará en su aplicación. Si el reglamento logra convertir los principios en reglas simples y verificables, accesibles incluso para municipios pequeños y proveedores modestos, estaremos frente a un cambio cultural real. De lo contrario, corremos el riesgo de repetir la historia: una ley moderna en el papel, pero vulnerada en la práctica por la simulación y la impunidad.

La contratación pública dominicana se encuentra en una encrucijada. La nueva ley abre una oportunidad para transformar la cultura administrativa y para que la transparencia deje de ser un discurso y se convierta en una práctica tangible en cada rincón del país. Pero ese cambio no ocurrirá por arte de magia. Requiere de voluntad política, de órganos rectores firmes y de un reglamento que cierre definitivamente la puerta a los procesos falsos. Solo entonces podrá decirse que el Estado dominicano ha dado el salto de la formalidad normativa a la verdadera institucionalidad en la gestión de los recursos públicos.

 

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