En la República Dominicana hablamos mucho de descentralización, de autonomía municipal, de participación ciudadana y de desarrollo local, pero pocas veces miramos con seriedad a una de las herramientas más valiosas que tenemos a mano: las mancomunidades municipales. Esta figura, reconocida por la Ley 176-07 y por la Ley 122-05, no es un adorno legal ni un concepto teórico; es, en esencia, un mecanismo de cooperación entre municipios que multiplica las capacidades de gestión, fortalece la gobernanza y abre puertas que un ayuntamiento aislado nunca podría tocar. Y sin embargo, lo que debería ser un motor de desarrollo sigue siendo tratado como un recurso olvidado.
La lógica es sencilla: lo que un municipio no puede lograr solo, varios trabajando en bloque sí lo pueden alcanzar. Desde la recolección y disposición final de los desechos sólidos, hasta la gestión de cuencas hidrográficas, la construcción de carreteras intermunicipales o la búsqueda de financiamiento internacional, las mancomunidades constituyen la vía más sensata y eficiente para enfrentar problemas comunes. No se trata solo de economía de escala, se trata de visión: cuando los gobiernos locales se organizan y se proyectan como región, su voz se escucha más fuerte en el nivel nacional y su capacidad de incidencia crece de manera exponencial.
Las ventajas son múltiples y están comprobadas. En lo político, una mancomunidad reduce la fragmentación, facilita consensos, eleva el nivel de participación comunitaria y coloca a los municipios en mejor posición para negociar. En lo ambiental y sanitario, permite cumplir estándares de sostenibilidad que un ayuntamiento pequeño difícilmente podría sostener por sí mismo. En lo económico, abre el camino hacia fondos de cooperación y apoya la eficiencia en el gasto público. Y en lo técnico, asegura continuidad de proyectos y evita la dispersión de personal especializado. ¿Qué más pruebas necesitamos para reconocer que esta figura puede transformar el municipalismo dominicano?
Un ejemplo claro lo encontramos en la Mancomunidad Compostela (MANCOM) de Azua, constituida en 2015 con la participación de Azua, Sabana Yegua, Peralta, Las Charcas, Pueblo Viejo y el distrito municipal Los Jovillos. Su creación respondió a un problema urgente: el caos en la gestión de los residuos sólidos. Por más de veinte años, los vertederos improvisados y a cielo abierto habían contaminado el entorno, generado incendios y puesto en riesgo la salud de miles de personas. La mancomunidad nació como respuesta a esta crisis ambiental, impulsada por la cooperación internacional y el Ministerio de Medio Ambiente, con el propósito de diseñar un sistema integral de disposición final compartido.
El plan de MANCOM contempló el cierre progresivo de vertederos, la construcción de un relleno sanitario regional y la organización de recicladores informales. Además, se estructuraron mecanismos financieros mancomunados, tarifas diferenciadas y reglas claras de participación. Más allá de resolver un problema de basura, esta mancomunidad mostró que cuando los municipios se unen pueden dar respuestas sostenibles, planificadas y eficientes a desafíos que parecen imposibles de enfrentar en solitario. MANCOM es, sin duda, una evidencia de que la unión municipal no es una ilusión, sino una solución real.
Pero aquí surge la crítica inevitable: si los ejemplos existen y funcionan, ¿por qué tantas mancomunidades han desaparecido o se han quedado en papeles? La falta de seguimiento, la burocracia excesiva, la ausencia de presupuestos y, sobre todo, la visión política cortoplacista, han hecho que esta figura pierda fuerza en el país. En lugar de rescatar y fortalecer experiencias como la de Azua, muchos ayuntamientos prefieren trabajar de manera aislada, duplicando esfuerzos y desperdiciando recursos. Es un contrasentido que se hable tanto de autonomía municipal mientras se ignora una de las expresiones más claras de esa autonomía: la cooperación voluntaria entre municipios.
La pregunta que debemos hacernos es simple pero incómoda: ¿será que los alcaldes temen perder protagonismo si se mancomunan? ¿Será que la cultura política dominicana aún no entiende que la cooperación no debilita, sino que fortalece? ¿O será que estamos tan atrapados en la inercia del individualismo que preferimos ver fracasar proyectos comunes antes que compartir méritos?
El tiempo de las excusas ya pasó. Si algo nos enseña la experiencia de la Mancomunidad Compostela de Azua es que la cooperación municipal puede transformar la precariedad en soluciones concretas. No podemos seguir dejando morir estas estructuras por falta de visión. Si los gobiernos locales de verdad aspiran a un desarrollo sostenible, equitativo y transformador, deben rescatar las mancomunidades, dotarlas de presupuesto y convertirlas en una política pública de largo plazo.
Las mancomunidades no son un lujo ni un invento pasajero. Son, quizás, la llave olvidada del verdadero desarrollo territorial. La pregunta que queda abierta es si tendremos el coraje político de usar esa llave para abrir las puertas del futuro, o si seguiremos arrojándola al cajón del olvido mientras nuestros municipios se hunden en problemas que solo pueden resolverse trabajando juntos.