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Formalidad en discurso, informalidad en la realidad

Una mirada crítica a las políticas laborales y a la brecha entre la formalización y la realidad económica dominicana.

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Hay frases que suenan bien en los discursos, pero que se desvanecen cuando se contrastan con la calle. En República Dominicana, una de ellas es la promesa de “empleo formal y digno para todos”. En la práctica, la mitad de los dominicanos que trabajan lo hacen fuera del marco legal. Venden, producen, transportan o prestan servicios, pero sin seguridad social, sin cotización y, muchas veces, sin reconocimiento alguno. Según el Banco Central, la tasa de informalidad alcanzó un 53.4 % en el primer trimestre de 2025, la más baja de la serie histórica, pero todavía una cifra que revela la magnitud del desafío. Reducir la informalidad no es solo una meta estadística; es una tarea política, social y moral que aún no encuentra coherencia entre los anuncios y la acción.

Durante años, los gobiernos han presentado programas, portales y campañas con el objetivo de formalizar el empleo y aumentar la base tributaria. Se han lanzado iniciativas como Formalízate, el programa Mi Primer Empleo, ferias laborales coordinadas por el Ministerio de Trabajo y capacitaciones de la Dirección General de Impuestos Internos (DGII) y el Ministerio de Industria, Comercio y Mipymes (MICM). Todo suena alentador, pero el problema no es la falta de programas, sino la distancia entre el diseño y la ejecución. En la práctica, formalizarse sigue siendo un proceso burocrático, costoso y poco atractivo para el pequeño comerciante o el emprendedor que sobrevive al día a día. En República Dominicana, la política pública parece confundir la creación de plataformas con la solución de los problemas, apostando más por la apariencia digital que por la transformación real.

Paradójicamente, muchos de los sectores más informales son también los más productivos. La agricultura, por ejemplo, representa una de las principales fuentes de empleo e ingresos en las zonas rurales, y más del 80 % de su fuerza laboral es informal. Aun así, este sector sostiene buena parte del abastecimiento nacional, moviliza la economía local y dinamiza los mercados internos. Lo mismo ocurre con los vendedores ambulantes, motoconchistas, microempresas familiares y trabajadores por cuenta propia. Todos ellos conforman una economía invisible pero vital, que sin aparecer en los registros fiscales mantiene al país en movimiento. La paradoja es clara: los sectores menos reconocidos por el Estado son los que más lo sostienen, lo que evidencia una desconexión estructural entre la economía productiva y la institucionalidad económica.

Las cifras del Banco Central muestran que el empleo formal crece, pero lentamente, y en gran parte concentrado en los sectores de servicios y administración pública. Las políticas de formalización no logran llegar con la misma fuerza a los microemprendedores, a los trabajadores del campo ni a quienes operan en el llamado “mercado gris”. Una razón clave es que la formalidad se ha promovido desde una óptica normativa y no desde una perspectiva humana. Se busca que los ciudadanos se registren, paguen y coticen, pero no siempre se les acompaña con educación financiera, simplificación de trámites o incentivos sostenibles. El Estado, más que guiar, parece exigir cumplimiento sin ofrecer acompañamiento; y en esa lógica, el esfuerzo por formalizar termina pareciendo más una obligación que una oportunidad.

En ese sentido, la decisión del Ejecutivo de no monopolizar los sistemas de pago y fomentar la masificación de herramientas electrónicas representa un paso estratégico. Permitir que la banca y las fintech ofrezcan soluciones digitales amplía las opciones para los trabajadores informales, que ahora pueden recibir pagos electrónicos, reducir el uso de efectivo y acceder gradualmente a productos financieros. Sin embargo, la digitalización sin educación es como modernizar sin orientar: el progreso tecnológico debe venir acompañado de confianza institucional y formación básica. Un vendedor que nunca ha tenido una cuenta bancaria difícilmente entenderá las ventajas de formalizarse si no percibe seguridad, acceso y beneficios concretos.

Desde el punto de vista fiscal, la formalización del empleo informal no solo representa una oportunidad de aumentar los ingresos del Estado, sino también de fortalecer la sostenibilidad del gasto público. El dinero que circula fuera del sistema formal sigue siendo productivo, pero no recaudado. El Estado pierde capacidad de inversión, y los ciudadanos pierden acceso a derechos. En ese vacío, la economía informal se convierte en un sistema paralelo que sostiene el desarrollo, pero a costa de la desigualdad. Mientras la informalidad financie la supervivencia y la formalidad siga siendo un privilegio, la brecha entre los indicadores y la realidad continuará ensanchándose.

A pesar de los retos, existen esfuerzos que merecen ser reconocidos, como el Programa de Trabajo Decente 2024–2027, firmado por el Gobierno, el sector empleador y las organizaciones sindicales, con apoyo de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Este acuerdo busca promover un entorno laboral equitativo, inclusivo y digno. Pero el trabajo decente no puede quedarse en la retórica de un memorando: debe traducirse en acciones tangibles que transformen el mercado laboral y dignifiquen la vida del trabajador común. Un programa de cooperación sin implementación es solo otro archivo en el discurso institucional del país.

También es justo destacar el papel de entidades privadas de acompañamiento técnico, como DTJ Elite Municipal Dominican Consulting SRL, que han aportado asesoría y formación a emprendedores en distintas regiones del país. Estas empresas, junto con las cámaras de comercio, los ayuntamientos y las organizaciones locales, han logrado lo que muchas políticas públicas no consiguen: acercar la formalización al ciudadano. En muchos casos, lo que una oficina pública complica, una asesoría local lo resuelve. Ese puente entre lo técnico y lo humano es lo que convierte la formalización en un proceso posible.

El desafío principal, sin embargo, sigue siendo cultural y estructural. No se puede aspirar a una economía formal sin resolver los problemas de educación financiera, inequidad territorial y exceso de trámites. La gente no se resiste a la formalidad por rebeldía, sino por supervivencia. Cuando el sistema se vuelve más costoso que el beneficio, la informalidad se convierte en una estrategia racional. La resistencia no está en el ciudadano, sino en el diseño institucional que no logra conectar el cumplimiento con el bienestar.

El país necesita entender que formalizar no es sancionar, sino integrar. Es enseñar que la legalidad puede ser rentable, que el pago de impuestos puede traducirse en servicios tangibles, y que la economía no debe dividirse entre “los que cumplen” y “los que sobreviven”. Mientras la formalización siga siendo un privilegio y no una oportunidad, la economía dominicana continuará dependiendo de ese motor invisible que llamamos “informalidad”.

En definitiva, la formalidad se ha vuelto un discurso y la informalidad, una realidad persistente. Y hasta que ambas no coincidan, los informes seguirán mostrando avances que no se sienten en la vida diaria. El progreso no puede medirse solo en porcentajes; debe sentirse en la mesa del trabajador, en la seguridad de la madre que vende en un mercado, en el joven que busca su primer empleo. Solo cuando formalizar deje de ser una carga y se convierta en una esperanza, la economía dominicana podrá hablar verdaderamente de inclusión, desarrollo y justicia. Porque los datos pueden mostrar progreso, pero los pueblos solo creen en lo que viven, no en lo que se les informa.

© 2025 Darlin Tiburcio. Todos los derechos reservados.
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Colección: Territorio y Nación – Ensayos sobre Desarrollo Municipal, Político y Social.

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