Quien ha recorrido el interior profundo de la República Dominicana sabe que el país no se sostiene sobre los litorales, sino sobre un sistema de montañas que actúa como un gran organismo vivo. Esa columna vertebral —donde se insertan territorios como Los Cacaos, Rancho Arriba, Los Quemados, Constanza, Tireo, Jarabacoa, Peralta, Guayabal, Las Placetas–Jánico, Mata Grande–San José de las Matas, Sabaneta–Bohechío, Carrera de Yegua–Las Matas de Farfán, Los Ramones–Monción, El Aguacate–Cenoví, Loma de Cabrera, Restauración y Río Limpio–Guayajayuco— no es un simple conjunto de comunidades rurales dispersas. Constituye, más bien, una red de territorios interdependientes donde la agricultura de altura, los bosques húmedos, las cuencas nacientes y la cultura campesina articulan una base ecológica y social sin la cual el país sería irreconocible.
Son zonas donde la vida ocurre en capas: el clima que desciende desde los pinos, el agua que nace entre raíces profundas, el suelo que conserva memoria de eras antiguas, y las manos que desde hace generaciones producen alimentos con una paciencia que no figura en las estadísticas nacionales. En su conjunto, estas comunidades representan una forma de país que todavía resiste el impulso de la modernización sin planificación; un país que existe por mérito de quienes lo sostienen, no de quienes lo administran.
En este escenario, el turismo aparece como una idea tentadora. Ofrece ingresos, proyección, dinamismo. Pero también implica riesgos: presión sobre los recursos hídricos, transformación del uso del suelo, desplazamiento cultural y, en algunos casos, la ilusión peligrosa de un desarrollo inmediato que no se sostiene en el tiempo.
Por eso, hablar de turismo en estas zonas exige una mirada mucho más amplia que la tradicional. No se trata simplemente de atraer visitantes, sino de comprender lo que está en juego cuando un territorio frágil se abre al mundo.
En este punto, la voz del ingeniero Eleuterio Martínez, presidente de la Academia de Ciencias de la República Dominicana, se vuelve indispensable. Sus escritos y conferencias han marcado, durante décadas, un camino para entender los ecosistemas de montaña más allá de los discursos ambientales superficiales. Martínez ha descrito estos territorios como “el corazón verde del país”, una expresión que sintetiza la función esencial que cumplen estas zonas en el mantenimiento del equilibrio hídrico, climático y ecológico de la isla.
Sus reflexiones sobre el bosque nublado y los sistemas de alta montaña no solo advierten sobre su fragilidad; también hacen un llamado a verlos como patrimonio común. Cuando Martínez afirma que en una isla como la nuestra el bosque de montaña es el ecosistema más vulnerable y, a la vez, más necesario, está diciendo algo más profundo: que cualquier intervención humana, incluso las bien intencionadas, deben someterse a un proceso de respeto y cuidado.
Ese “proceso” no es otra cosa que el debido proceso aplicado al territorio. Una idea que, aunque no nace de la ciencia ecológica, se vuelve completamente coherente cuando se mira el territorio desde la complejidad ambiental. En términos simples, el debido proceso implica que ninguna acción —pública o privada— debe tomar forma sin evaluación, sin planificación, sin participación y sin transparencia. Es un concepto jurídico, sí, pero también una postura ética: el reconocimiento de que el territorio tiene una voz propia que debe ser escuchada antes de tomar decisiones que puedan afectarlo.
Cuando uno integra esta noción al turismo, el resultado es una propuesta más humana y más sensata: un turismo que entra, pero pide permiso; que genera ingresos, pero no sacrifica ríos; que valora el paisaje, pero no destruye la cultura que lo mantiene vivo; que entiende que la montaña no es un recurso más, sino un sistema complejo que sostiene a toda una nación.
Las comunidades mencionadas poseen condiciones geográficas, culturales y productivas que pueden convertir al turismo en una herramienta de desarrollo si —y solo si— se respeta esa estructura profunda. En los valles altos de Constanza o en las lomas de Rancho Arriba, en los senderos de Jarabacoa o en los bordes del Pinar de Río Limpio, se observa una riqueza que merece ser compartida, pero no explotada. El turismo responsable, si se concibe bien, puede fortalecer la agricultura local, impulsar emprendimientos comunitarios, motivar a los jóvenes a permanecer en su territorio y propiciar una economía que no dependa exclusivamente de los ciclos agrícolas.
Pero esa visión solo se vuelve realidad cuando el turismo se entiende como parte del ecosistema, no como un elemento que se superpone a él. Y allí la ciencia vuelve a intervenir: estudios sobre capacidad de carga, análisis de riesgo ecológico, valoración de servicios ambientales y mapas de sensibilidad ecológica deben ser la base de cualquier decisión.
No es burocracia: es la única manera de evitar que el turismo se convierta en una fuerza de degradación.
El debido proceso exige, además, una articulación institucional genuina. El Ministerio de Turismo no puede actuar aislado. Medio Ambiente no puede vigilar sin el apoyo de los gobiernos locales. Agricultura no puede proteger la vocación productiva sin dialogar con quienes promueven el turismo. Cultura no puede preservar tradiciones si ellas no encuentran espacio en los modelos de desarrollo. Y las comunidades, por su parte, no pueden ser tratadas como receptoras pasivas de políticas; deben ser protagonistas en la toma de decisiones.
Cuando ese entramado institucional funciona, el turismo se adapta al territorio. Cuando no funciona, el territorio termina adaptándose —o quebrándose— ante el turismo.
Y es precisamente eso lo que no podemos permitir en estas zonas de montaña: que la presión externa sea tan fuerte que termine deformando su cultura, erosionando sus suelos o debilitando su tejido social. Esas montañas han sostenido al país durante siglos; pedirles ahora que soporten un turismo sin control sería una forma de ingratitud histórica.
Es necesario reconocer que estas comunidades, a pesar de su riqueza natural, han vivido en una especie de silencio geográfico. No son los centros urbanos, no son los polos turísticos tradicionales y no suelen aparecer en los grandes mapas de inversión. Pero eso es, precisamente, lo que les ha permitido conservar su integridad ecológica y cultural. Integrarlas al turismo nacional, entonces, no debe hacerse con entusiasmo acelerado, sino con un cuidado equivalente al valor que representan.
Imaginemos un turismo que respete ese ritmo. Un turismo que no llegue con ruido, sino con escucha. Que permita al visitante aprender de la agricultura de altura, comprender el equilibrio de los microclimas, admirar el bosque húmedo sin invadirlo, reconocer la dignidad de las comunidades rurales, compartir el pan, la cosecha, la historia.
Un turismo donde el guía local no recite un libreto, sino que narre su propia vida, y donde cada paso dado por el visitante en un sendero esté sostenido por un sistema de gobernanza que protege lo que se muestra.
Ese es el turismo que puede tener futuro en estas montañas.
Un turismo que no busca extraer valor, sino revelarlo.
Un turismo que entiende que el territorio tiene límites y que la verdadera experiencia no está en subir más alto o llegar más lejos, sino en comprender lo que sucede cuando se pisa un suelo que lleva siglos sosteniendo a quienes lo habitan.
El desarrollo nunca debería pedirle a la montaña aquello que la montaña no puede ofrecer. Las comunidades que viven en estas alturas lo saben; lo han aprendido a fuerza de cosechas, sequías, tormentas y esperanza. Escucharlas no es un gesto político: es una forma de sabiduría.
Si la ciencia de Eleuterio Martínez nos ofrece el marco, y si la experiencia comunitaria nos ofrece la memoria, entonces la institucionalidad tiene el deber de ofrecer el orden, la planificación y el respeto.
Y cuando esos tres pilares —ciencia, comunidad e institucionalidad— se encuentran, el turismo deja de ser un riesgo y se convierte en una posibilidad real de desarrollo.
No porque lo diga una ley.
No porque lo exija una tendencia.
Sino porque el país, por fin, aprendió a mirar sus montañas con la misma gratitud con la que ellas, silenciosamente, lo han sostenido durante generaciones.
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