Los gobiernos locales de la República Dominicana tienen las herramientas necesarias para transformar su territorio, fortalecer su autonomía y educar a su ciudadanía.
Sin embargo, muchas de esas herramientas permanecen inactivas, no por falta de validez, sino por falta de aplicación. Una de las más poderosas y menos aprovechadas es la Ley 120-99, que prohíbe arrojar desperdicios sólidos en calles, ríos, balnearios, parques y demás espacios públicos.
Detrás de su aparente sencillez se esconde una verdadera estrategia de sostenibilidad local: sanciona al infractor, pero destina lo recaudado a limpieza y educación ambiental, creando un ciclo virtuoso donde la falta genera la solución. No obstante, su implementación ha sido mínima, incluso en un contexto donde los ayuntamientos enfrentan la urgencia de mantener sus municipios limpios, educar a la población y recaudar de manera legítima sin depender del presupuesto central. Resulta contradictorio que muchos gobiernos locales reclamen nuevas fuentes de ingresos mientras ignoran las herramientas legales que ya poseen; la inacción frente a la Ley 120-99 no es falta de recursos, sino falta de decisión institucional.
La Ley 120-99 no actúa sola. En el marco actual, puede y debe articularse con la Ley 64-00 de Medio Ambiente y Recursos Naturales, que otorga competencia municipal para prevenir y sancionar la contaminación, y con la Ley 225-20 de Gestión Integral y Coprocesamiento de Residuos Sólidos, que obliga a los ayuntamientos a implementar planes integrales de manejo y educación ambiental. Juntas, estas tres normas conforman un sistema coherente, donde el municipio puede actuar legalmente como agente directo del orden, la educación y la sostenibilidad.
De hecho, el artículo 199 de la Constitución Dominicana otorga a los gobiernos locales plena autonomía administrativa, normativa y financiera, facultándolos para dictar resoluciones, crear reglamentos internos y ejecutar políticas públicas dentro de sus competencias. En ese contexto, la Ley 120-99 se convierte en un instrumento perfectamente compatible con la autonomía municipal, ya que habilita la acción local frente a una problemática global: el manejo irresponsable de los desechos.
Aplicarla es cuestión de método, no de presupuesto. Los ayuntamientos pueden iniciar con una resolución municipal viva, que apruebe un formulario oficial de infracción ambiental sustentado en la Ley 120-99. Dicho formulario registraría la identidad del infractor, el lugar del hecho, la evidencia fotográfica y el monto de la multa, que puede oscilar entre quinientos y mil pesos, conforme al rango legal. Los policías municipales y agentes ambientales serían los encargados de levantar las actas de infracción en puntos estratégicos como mercados, avenidas, riberas de ríos, balnearios y zonas de acceso público.
Cada expediente sería remitido al Juzgado de Paz de Asuntos Municipales, conforme dispone la propia ley, asegurando la legalidad del proceso y la correcta administración de justicia local.
Sin embargo, la verdadera fortaleza de este modelo radica en su capacidad para educar y crear oportunidades. Los municipios pueden integrar grupos de estudiantes universitarios, especialmente de las áreas de medio ambiente, derecho, administración y trabajo social, como auxiliares ambientales municipales. Estos jóvenes, capacitados por el ayuntamiento y el Ministerio de Medio Ambiente, podrían apoyar la supervisión, registro y educación ciudadana sobre la correcta disposición de los residuos. Sin embargo, llama la atención que pocos ayuntamientos hayan entendido que abrir espacio a la juventud no es un gasto, sino una inversión en conciencia colectiva; postergar su integración es, en cierto modo, cerrar la puerta al futuro que dicen querer construir. Además de obtener experiencia laboral, estos jóvenes tendrían la posibilidad de recibir una compensación económica o créditos académicos por su servicio. De esta manera, la ley se convierte también en un instrumento de apoyo a la educación superior, ayudando a quienes más lo necesitan mientras contribuyen al bienestar común.
Para garantizar transparencia y continuidad, el municipio puede crear una Comisión de Observancia y Responsabilidad Ambiental (DORA), integrada por representantes del cabildo, la sociedad civil, las iglesias, el Ministerio de Medio Ambiente y la Fiscalía local. Esta comisión serviría como órgano de seguimiento, control y educación permanente, asegurando que las multas se apliquen con justicia, los fondos se destinen a sus fines legales y la ciudadanía perciba resultados tangibles. Así se fortalece la confianza pública y se evita la discrecionalidad en el manejo de recursos.
Este modelo puede complementarse con un sistema digital municipal de registro ambiental, donde cada infracción quede documentada con fotografía, geolocalización y número de expediente. Esto permite medir resultados, emitir reportes periódicos y crear indicadores de desempeño, tales como: número de infracciones procesadas, monto recaudado, porcentaje de reincidencia y cantidad de actividades educativas financiadas con esos fondos.
Estos datos servirán para alimentar los planes municipales de desarrollo (PDM) y el plan operativo anual (POA), integrando la gestión ambiental dentro del ciclo de planificación local.
Asimismo, los gobiernos locales pueden integrar en sus portales institucionales una pestaña digital donde los ciudadanos puedan consultar el estatus de sus sanciones ambientales, descargar notificaciones y realizar pagos en línea. Este mecanismo fortalecería la transparencia y permitiría, además, que ningún ciudadano pueda obtener certificados de buena conducta municipal ni tramitar permisos locales mientras mantenga multas pendientes por infracciones ambientales. Resulta paradójico que en una era donde la tecnología simplifica los procesos, algunos cabildos aún gestionen sus obligaciones en papel y archivadores; la resistencia a digitalizar no es falta de recursos, sino de visión administrativa. Para asegurar la legalidad y trazabilidad del proceso, los ayuntamientos podrían articular un sistema interconectado con el Ministerio Público y la Procuraduría General de la República, de manera que cada infracción registrada en el nivel local sea actualizada en tiempo real dentro del portal único nacional de justicia. Así, el cumplimiento de la ley dejaría de ser un proceso aislado para convertirse en una red de responsabilidad ciudadana y gestión pública inteligente, garantizando que las sanciones se apliquen, se paguen y se transformen en acciones concretas de educación y orden ambiental.
El beneficio es múltiple. Desde el punto de vista ambiental, disminuirá el vertido de basura en espacios públicos y cuerpos de agua. Desde el punto de vista económico, se generarán arbitrios sostenibles y fuentes de empleo para jóvenes. Y desde el punto de vista social, se promoverá una nueva cultura de disciplina cívica, respeto al espacio público y corresponsabilidad ciudadana, en coherencia con los Objetivos de Desarrollo Sostenible 11 y 13, que promueven ciudades sostenibles y acción climática.
El ejemplo está claro: así como las leyes de tránsito modificaron la conducta vial combinando educación y sanción, los municipios pueden hacer lo mismo con la cultura ambiental. Cuando el ciudadano sabe que puede ser multado con evidencias verificables, pero también entiende que ese dinero se reinvierte en educación y limpieza, la ley deja de ser un castigo y se convierte en una lección. De la sanción nace la conciencia, y de la conciencia, el cambio.
Por eso, los gobiernos locales que decidan asumir esta estrategia deben entender que no se trata de “multar más”, sino de aplicar mejor. La Ley 120-99, junto con la 64-00 y la 225-20, permite a los municipios no solo ordenar y limpiar, sino también recaudar para educar, y educar para transformar. Sería incoherente seguir esperando soluciones del poder central cuando la verdadera transformación empieza en la acera del propio ayuntamiento; el atraso no está en las leyes, sino en la costumbre de no aplicarlas. Una correcta aplicación puede convertir cada infracción en una oportunidad de servicio, cada multa en una inversión y cada joven capacitado en un agente de cambio social.
En definitiva, aplicar esta ley no es solo cumplir con una norma: es enseñar civismo, dignificar la gestión pública y demostrar que el orden también puede educar. Cuando los municipios dominicanos comprendan eso, habremos dado un paso firme hacia una nueva cultura de sostenibilidad, transparencia y respeto ciudadano.
Nota final:
Este artículo ha sido elaborado por Darlin Tiburcio Jiménez, especialista en planificación, programación municipal y gestión de proyectos sostenibles, y CEO de Elite Municipal Dominican Consulting SRL.
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