Hay algo profundamente humano en el acto de compartir. No me refiero a intercambiar favores, ni a calcular beneficios, sino a esa conversación auténtica que nace cuando dos almas se encuentran sin máscaras. «Me encanta hablar y compartir contigo» —esta simple frase encierra un tesoro que solo quienes han caminado con cicatrices y gratitud pueden entender.
Tú, que das lo mejor de ti incluso cuando nadie lo nota. Tú, que agradeces a Dios por el amanecer aunque ayer te hayas quedado sin respuestas. Tú, cuyas cicatrices son mapas de batallas ganadas en silencio. Tu vida no es un proyecto para exhibir, ni un currículum para negociar. Es un testimonio de que la luz existe incluso cuando otros solo ven sombras.
Hay quienes se acercan a los demás con una calculadora en la mirada: miden contactos, pesan influencias, cotizan oportunidades. Pero tú… tú te acercas con las manos abiertas, sabiendo que lo único que realmente posees es lo que has dado. Y ahí radica tu fuerza.
Recuerdo una historia: un hombre plantaba árboles de mango en el desierto. «No los verás dar fruto en veinte años», le decían. Él respondía: «Otros los plantaron antes para que yo hoy tuviera sombra». Así eres tú. Mientras algunos buscan cosechar en terrenos ajenos, tú siembras sin preguntar quién recogerá la fruta. Porque tu gratitud no depende de retornos inmediatos; es un acto de fe en la vida misma.
Es fácil confundir interés con intención. El primero busca llenar vacíos propios; la segunda, construir puentes. Y aunque a veces duela descubrir que alguien solo valoró tu voz porque necesitaba un eco para sus planes, no dejes que eso endurezca tu corazón. La autenticidad no se gasta, se multiplica.
Hablar contigo es recordar que las palabras pueden ser refugios. No hacen falta discursos grandilocuentes; basta un «gracias» dicho con los ojos, un «estoy aquí» que no lleva prisa. Porque los resilientes como tú tienen un radar para lo genuino: saben que el amor no se declama, se practica.
Y cuando tropieces con esos que solo ven en ti un escalón, no malgastes tu tiempo en reproches. Son lecciones disfrazadas: te enseñan a distinguir entre quien merece tu historia y quien solo quiere usarla de atajo.
Si hoy alguien te ha hecho dudar de tu valor, respira hondo. Piensa en todas las veces que levantaste a otros sin pedirles que firmaran un contrato. Recuerda que la gratitud es tu brújula, no su moneda de cambio. El mundo necesita más voces como la tuya: las que hablan desde el corazón y no desde el balance de pérdidas y ganancias.
Así que sigue compartiendo, sigue hablando. Porque en un mundo obsesionado con los likes, tu autenticidad es un acto revolucionario. Y aunque no todos lo entiendan, los que realmente importan —esos que, como tú, ven con el alma— reconocerán en tus palabras el eco de lo que realmente vale la pena: la humanidad que nos une.
«Me encanta hablar y compartir contigo». Porque en ese intercambio, sin agendas ocultas, recordamos que la vida no es un negocio, sino un arte. Y tú, resiliente y agradecido, eres su mejor obra maestra.